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El signo más característico de nuestro tiempo es el retroceso de la consciencia de clase y de la organización y la lucha del proletariado. Las causales de este retroceso son múltiples. Tras decenios de intenso acondicionamiento mental en que los medios y aparatos ideológicos del sistema habían habituado a la gente a ocuparse y preocuparse tan sólo de cuestiones secundarias y accidentales, se ha hablado, con razón, del letargo de las nuevas generaciones. Las sociedades metropolitanas han convertido a esas masas en apáticas y las han hecho preocuparse más por los ideales morales y los problemas existenciales que por la transformación de la sociedad. A ello se añade el hecho de que en los últimos años, a causa de las grandes migraciones empujadas por la miseria que embarga al llamado “tercer mundo” (dentro de una economía mundial cada vez más integrada), han explotado en el corazón mismo de esas sociedades todos los conflictos concomitantes al choque de civilizaciones. La emigración del Sur al Norte ha dado de nuevo actualidad al problema racial y al de la integración cultural: los europeos que creen haber conquistado para siempre el Welfarestate y la civilización “democrática” juzgan como advenedizos, extraños y peligrosos para su cultura y su prosperidad económica a los inmigrantes que presionan por hacerse un lugar en el “paraíso”. Por su parte, las elites dirigentes de los grandes partidos de masas (socialdemocracia, ex - estalinistas) y de las redes sociales que controlan y estructuran la organización de la clase obrera (sindicatos, cooperativas, círculos culturales, etc.), atrapadas en los dilemas y exigencias de una sociedad que trata de sobrevivir a sus propias contradicciones (y, particularmente, a la crisis económica que arrastra desde 1973), están embebidas en un tecno-economicismo reduccionista que las lleva a concentrarse de modo obsedente en los temas del crecimiento económico y a ignorar los problemas fundamentales del desarrollo humano. Finalmente, el derrumbe del denominado “bloque soviético” - que por casi 80 años había sido asociado con el socialismo - ha barrido el espectro de un sistema alternativo y, con ello, ha contribuido, en una medida tan notable como los factores anteriores, al estado de postración mental y político de las masas.
Pero estos fenómenos ideológicos no habrían conseguido perdurar ni manifestarse con tal intensidad y por tanto tiempo si el propio desarrollo económico-sociológico del capitalismo no suministrara una base material capaz de reproducir e intensificar a escala ampliada la alienación del proletariado y la cosificación de su consciencia. A partir de la segunda mitad de los años 1960’s esto guarda relación con el proceso de descomposición/recomposición de la clase obrera provocado por la tercera revolución industrial (electrónica, microelectrónica, informática, robótica), la debacle del modelo fordista-taylorista prevaleciente hasta entonces y la reforma económico-política neoliberal. En efecto, la introducción generalizada de la informática y del microprocesador en todas las ramas de la industria abrió el camino para la desaparición o, cuando menos, para el fuerte redimensionamiento, de las grandes concentraciones obreras, conduciendo a su atomización y dispersión sobre el territorio, a la desaparición y consecuente redefinición de muchas de las tradicionales figuras productivas:
El primer resultado conjunto de este proceso es la desagregación material y subjetiva del proletariado, su temporal aniquilamiento. (1)
Una de las consecuencias culturales e ideológicas del reduccionismo económico, del derrumbe del “socialismo real”, del enfrentamiento de civilizaciones, de la disgregación económico-sociológica del proletariado y de la tecnofilia (es decir, de la creencia cuasi-mítica de que el progreso de la ciencia y de la técnica puede por sí solo resolver los problemas de la humanidad y salvarla), es el abandono y la denuncia del viejo humanismo en que había descansado la justificación del modelo occidental de sociedad. La afirmación de la ideología cientificista, de la tecnofilia y el economicismo ha hecho emerger el denominado post-humanismo, una sombría doctrina que, en sus variantes más extremas, sueña con una sociedad en la que una generación de máquinas “inteligentes” y de complejos mecanismos cibernéticos heredarán el mundo y serán los únicos habitantes de un planeta (no sabemos exactamente si la Tierra u otro) en el que los hombres, biológicamente incapacitados para adaptarse a las condiciones ambientales imperantes entonces, ya no existirán. En todo caso, la ideología dominante se las ha arreglado para que las cualidades o estados circunstanciales de los procesos actuales, esto es, que no forman parte de su esencia o naturaleza, tales como las vicisitudes de las multinacionales en el curso de la mundialización, las grandes especulaciones y escándalos bursátiles que se asocian al dominio mundial del sistema financiero, el desenvolvimiento de las empresas virtuales, los avatares judiciales de las firmas comerciales o industriales más célebres del mercado o el déficit de ciertos tipos de técnicos, hayan llegado a ocupar el centro del interés moral e intelectual de la sociedad, sin que nadie preste la más mínima atención a indagar si ésta se dirige a alguna parte ni parezca concederle importancia alguna a averiguar si a los concretos movimientos sociales de nuestra época les está dado hacer algo al respecto, como si en el fondo se pudiera suponer que la forma que hubiere de tomar finalmente la sociedad en el curso de ese recorrido perteneciera al orden de los sucesos naturales.
La impronta perniciosa de estos fenómenos se hace particularmente apreciable después de treinta y tres largos años de crisis sin que se adviertan todavía síntomas consistentes de la reconstitución del sujeto de clase antagonista (aunque, como veremos más tarde, no dejan de registrarse signos que anuncian un despertar). Con el comienzo de la crisis, las masas de las naciones industrializadas se hallaron de pronto en la situación contradictoria de tener que vivir, por un lado, en países cuyas líneas políticas dominantes están basadas en privarlas crecientemente de sus derechos sociales y políticos, en precarizar el trabajo y las condiciones de venta de su fuerza de trabajo (echando abajo una parte considerable del andamiaje institucional fordista y keynesiano que había contribuido a la estabilidad y prosperidad de que gozó el capitalismo hasta los 1960’s, pero que el ingreso a la fase crítica del ciclo de acumulación reveló como una carga extremadamente pesada e incompatible con la recuperación capitalista) y, por el otro, en la incapacidad de reaccionar a la ofensiva internacional del capital, debido al marasmo que por decenios les impuso la intensa propaganda de sus gobiernos contra el comunismo (sin ofrecer a cambio una experiencia social y cultural relevante y enriquecedora) y la identificación de esta forma de sociedad con los regímenes despóticos de capitalismo de Estado constituidos en Rusia, China y otros lugares para impulsar la acumulación de capital. Hoy, auspiciado objetivamente por la reestructuración técnica, organizativa y sociológica de la industria, reina por doquier el individualismo y todo indica que a la gente le interesa más salvarse a sí misma que redimir a la sociedad. Tenemos el cuadro de una población desanimada, pero descontenta, aunque escasamente activa, ocupada en sus propios problemas existenciales, habitante de las catacumbas, descreída. La peor consecuencia de todo esto es que el proletariado ha quedado desprovisto de su proyecto histórico y de su consciencia de clase. Por todo horizonte mental, social y político no tiene más que el capitalismo. Sin proyecto ni consciencia propia, está sujeto a las distintas alternativas que le dibuja el sistema. Aunque, ciertamente, en una etapa anterior había sido privado por la burocracia socialdemócrata y estalinista, a quien había confiado la tarea de organizarlo y dirigirlo, de una entidad política y organizativa autónoma, siempre se mantuvo el mito de una evolución social liberadora y de la posibilidad de alcanzar una sociedad de la abundancia y del bienestar, sin clases y sin coerciones externas. Hoy, ni siquiera ha sobrevivido el mito y el proletariado ha quedado completamente a merced de los designios y estrategias de los estados mayores políticos del capitalismo.
El estado de la sociedad y de las masas en el tercer mundo es quizá peor. El salto dado entre la sensibilidad y la cosmovisión del pasado y la del presente ha sido gigantesco en los últimos 50 años, al haber pasado casi sin transición de una sociedad arcaica o directamente primitiva de carácter local a una tecnológicamente desarrollada y de carácter cosmopolita y sin que hubiese una generación intermedia que actuase como puente. Por mucho tiempo, la celeridad de los cambios impuestos ha hecho que allí la sociedad viva psíquicamente en un estado de paleofrenia y políticamente en estado de anonadamiento.
Antes de pasar a los temas a los que la perspectiva corriente suele prestar una mayor atención nos permitiremos unas breves explicaciones sobre el concepto de “crisis”. La pertinencia de esta aclaración corresponde al hecho de que las representaciones y circunstancias usuales en que ha sido desarrollada esta teoría pertenecen al dominio de la forma fetichista de la mercancía (y de sus formas ideológicas cosificadas) sobre la consciencia teorizante. (2)
En efecto, la mayor parte de los analistas y teóricos de la crisis, dejando de lado todas sus divergencias y singularidades, coinciden en desplazar el verdadero núcleo de la cuestión - ubicado en la producción y, específicamente, en la insuficiente valorización provocada por una elevación de la composición orgánica no compensada por un incremento correspondiente de la productividad (que se traduce, a su vez, en una caída de la tasa de ganancia) - hacia la esfera del mercado, disfrazándolo como “sobreproducción de mercancías”. Aceptarlo equivaldría, sin duda, a una admisión tácita de algunas de las posiciones sostenidas por una gama tan variada de escuelas que va desde el keynesianismo y el institucionalismo burgueses al luxemburguismo de grupos aparentemente tan distintos y alejados como la CCI o los neo-estalinistas. La crisis del capitalismo, encubierta bajo la forma de sobreproducción de mercancías no vendibles, resulta de la creciente composición orgánica del capital y del consiguiente descenso de la tasa de ganancia. Comienza a manifestarse porque la producción capitalista ha arribado a un punto en que la composición orgánica del capital es lo bastante elevada para reducir la tasa de ganancia por debajo de sus necesidades de acumulación. Tal cosa significa que la expansión del capital tiende a declinar siempre que las condiciones de producción no consientan un incremento suficiente de la tasa de explotación.
Queda claro, por tanto, que el punto de partida para comprender los fenómenos señalados está constituido por las contradictorias leyes económicas que regulan el proceso de producción capitalista. Son ellas las que hacen inevitable el desequilibrio entre producción y distribución, entre capacidad productiva y capacidad de consumo, entre valor de uso y valor de cambio de las mercancías, o, más generalmente, entre oferta y demanda. No es el mercado el que determina estos desequilibrios; éste no hace otra cosa que reflejar cuanto acaece al interior de las relaciones de valor entre las clases de la producción capitalista. Ninguno de ellos se origina simple y llanamente en el crecimiento desproporcionado de las diversas ramas de la industria - en el que la sub-producción de unos sectores confrontaría la sobreproducción de otros - ni en el sub-consumo. Es claro que las intervenciones estatales y monopolistas del mercado cumplidas en el transcurso de decenios - e inspiradas por un modelo keynesiano cuya teorización de fondo es muy parecida a la de Rosa Luxemburgo - apuntando a restablecer el equilibrio entre la oferta y la demanda y a relanzar la economía, no bastaron, finalmente, para remediar a largo plazo las contradicciones del capitalismo. Y no podía ocurrir de otro modo sencillamente porque la solvencia o insolvencia del mercado dependen del ciclo económico, del proceso de valorización del capital. La contradicción fundamental que suscita y exacerba el conjunto de contradicciones recién enunciadas reside en el capital mismo y en el nexo orgánico que mantiene el proceso de producción y reproducción de su vida con la explotación de la fuerza de trabajo, nexo que es, al propio tiempo, el punto de partida y el límite de su proceso de valorización.
Si partimos de la hipótesis de que la relación entre la magnitud del beneficio y del capital (materias primas, maquinarias, instalaciones, salarios, etc.) es lo que regula el modo de producción capitalista, sus fenómenos contradictorios tales como la superprodución, las discordancias del crecimiento intersectorial, la saturación del mercado, la exasperación de la concurrencia y otros semejantes no pueden explicarse más que sobre la base de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia estructuralmente ínsita a la reproducción ampliada capitalista. La sobreproducción no es más que la inepcia del mercado para absorber bienes de equipo y de consumo, puesto que en el proceso de acumulación - tras el descenso de la tasa de ganancia - deja de ser posible valorizar el capital en cierto nivel de precios y en cierto grado de explotación de la FT.
Aunque la “crisis de superproducción” se manifiesta bajo la apariencia de una saturación del mercado, su génesis no guarda en absoluto relación con la existencia de una producción excedentaria de bienes útiles con respecto a las necesidades reales de la sociedad. Sobreproducción no quiere decir que, tras el cubrimiento cabal de las necesidades de la población total, la industria haya generado una masa superflua de bienes sin posibilidad de consumo. No significa que repentinamente el capitalismo haya comenzado a producir demasiados medios de vida con relación a la población existente y sus necesidades o demasiados medios de producción para ocuparla. En realidad, el mercado está saturado cuando es imposible lograr la autovalorización del capital sobre una escala ampliada. Muy lejos de una presunta superabundancia de medios materiales y fuerzas productivas disponibles para el uso y el consumo de la sociedad, las llamadas crisis de superproducción patentizan que el capital, las mercancías y la fuerza de trabajo han devenido redundantes con relación a la tasa de ganancia vigente. Respecto a las necesidades sociales reales, el capitalismo, visto en su conjunto, sigue siendo un sistema de producción verdaderamente mísero y una causa continua de penuria y escasez. En los citados momentos, en efecto, la sociedad no asiste a una mayor y mejor satisfacción de sus necesidades: el capital, sin rentabilidad, deja de aplicarse productivamente y preferiblemente fluye por los desagües de la especulación bursátil y del atesoramiento, la fuerza de trabajo queda ociosa y sin ingresos y el mercado se abarrota de mercancías invendibles. La tasa descendente de ganancia provoca, por tanto, la saturación del mercado y ésta, a su vez, la drástica mengua de la producción. Con la recurrencia cíclica, periódica, de las crisis de superproducción, la producción capitalista muestra que la riqueza y opulencia que crea por un lado, es también, simultáneamente, creación de miseria, degradación, escasez y penuria por el otro.
Latinoamerica cesarismo y bonapartismo con blindaje policíaco
Latinoamérica, el continente que habitamos, ha devenido, por su parte, en un campo de pruebas y su población en anima villi de los modelos económicos más explotadores y opresivos concebidos por el capitalismo en el curso de su crisis. Tales ensayos han venido implementándose en los últimos 30 años dentro de un esquema político que oscila entre el régimen oligárquico y el bonapartismo. El Leviatán de Hobbes y el mundo imaginado por Orwell - para describir un estado de enajenación máxima y de sobredominio de la condición humana - se combinan en la práctica para dar lugar a un inmenso panóptico social donde nadie diferente a los miembros de las elites tradicionales puede intervenir en los principales asuntos de la sociedad, donde cada uno debe replegarse en la vida privada y todos los destinos individuales y colectivos son fijados desde arriba sin el concurso de las personas. La manipulación que las leyes y los gobernantes ejercen sobre sus gobernados se ha efectuado gracias a que éstos se encuentran sumergidos en la debilidad y en los temores de la infancia. Una y otra vez hemos confirmado a lo largo de estos años amargos cómo la infantilización de la gente por la sociedad hace gobernable a un colectivo. Encerrada en la celda de sus pequeñas rutinas, la conciencia se hace insensiblemente pequeña y se envilece. Sometidos a superestructuras políticas jerárquicas y a relaciones sociales comercializadas que les privan de todo poder para gobernar su vida, e incluso de medios propios para su subsistencia, los individuos se convierten en criaturas débiles y aisladas a merced de otros, seres sometidos a una reglamentación impersonal como si se tratase de objetos inanimados, expropiados y enajenados de todo cuanto toca a los atributos y competencias indispensables para el ejercicio social y que, no facultados para llevar a cabo una enérgica acción de la voluntad, no pueden cuidar de su propio desarrollo y asumen la rusticidad de la horda gregaria y supersticiosa como si volvieran a una época social que se presumía perdida en el tiempo, pero que se ha hecho actual aquí y ahora para recordarnos cuánta barbarie y regresión envuelve el progreso de la civilización burguesa.
En la medida que la desapropiación de medios de producción y de existencia - y el desarme físico y mental de la gente - es, efectivamente, la antesala de la completa monopolización del poder por parte del sistema empresarial y estatal burgués, así como la garantía esencial de la manipulación del colectivo, las redes institucionales y sus equipos de managers, técnicos y especialistas, aparecen como los castradores de lo humano; constituyéndose en una fuerza orientada a expropiar y desarmar a los demás, para hacerles marcar el paso, seguir sus reglas y vivir según sus dictados. Los técnicos del poder han aprendido muy bien que el modo más eficaz para alcanzar el objetivo de doblegar a los hombres consiste, evidentemente, en coger a sus víctimas por donde más les duele. El camino de la subordinación de los trabajadores comienza por el dominio de las necesidades, por hacer de éstos seres débiles y dependientes ineptos para imaginar siquiera que es posible y necesario poner su propio sello en las cuestiones esenciales de la vida. Esto implica disponer de control sobre el sistema de satisfacción de necesidades y la limitación de la disponibilidad de recursos productivos para las masas.
La sociedad actual, todo ese complejo sistema de opresión nacido de la enajenación de la fuerza social de los hombres (que se sustrae a sus propios creadores y, disminuyéndolos, se yergue sobre ellos como un poder independiente), se enfrenta a entidades individuales solitarias, a seres completamente aislados, que nada pueden contra el conjunto de organizaciones controladas que se le oponen desde la lógica de un derecho abstracto emanado de una “razón” superior al hombre. Reina sobre unidades microscópicas, sobre cifras aglomeradas como granos de trigo en un montón. A medida que la masificación y su complemento inseparable, la parcelación-atomización del trabajo y de sus agentes humanos, se recrudece, el contacto social se rompe cada vez más, la soledad y el aislamiento y, con ellos, los sentimientos de desvalimiento e impotencia, se intensifican. El denominado “poder de la sociedad”, cristalizado principalmente en estructuras enajenadas y reificadoras, tales como el mercado y el Estado, toma un cariz cada día más irresistible y extraño. Las costumbres, la organización institucional, las normas sociales, vale decir, las diferentes manifestaciones y modalidades del control social, amplían y profundizan en un sentido análogo su radio de influencia. A la sazón, llega a ser justificado declarar, asimismo, que el poder y la significación de las organizaciones jerárquicas centralizadas y autoritariamente administradas es tan grande como el grado de vaciamiento psíquico, de desarticulación organizativa y de invalidez e irresolución en que el orden imperante ha puesto a las masas para tomar en sus manos su propio destino. Lo que, efectivamente, éstas llegan a tener de ineptas y postradas es compensado por la concentración y absorción de poder y competencias por parte del equipo dirigente centralizado que asume el lugar que primitivamente le correspondía a las comunidades autoorganizadas y autogestionarias.
Resulta, por tanto, apenas “natural” que, como signo de una época de plena estabilización del poder capitalista, la burguesía contemporánea rechace casi de plano toda la elaboración humanista unida a su fase ascendente por considerarla un extravío juvenil en violentas pasiones revolucionarias y en sueños utópicos irrealizables. En lugar de proponer el derrocamiento de un orden considerado despótico, opresivo e irracional y su posterior sustitución por un orden racional que aumente la capacidad humana y la libertad, entregando a los individuos soberanos y asociados el gobierno social, el pensamiento conservador y contrarrevolucionario, hoy dominante, condena el proyecto de una sociedad nueva distinta del capitalismo y proclama el gobierno de la elite esclarecida, la autoridad incuestionable de una tecnocracia llamada a dar fin a la historia. Dicho “fin de la historia”, proclamado desde hace decenios por los representantes del establishment tecnocrático, implica una relación en la que, como lo observó el sociólogo argentino Elíseo Verón:
se aceptan los cambios en una determinada esfera, la técnica, pero que los niega en el meollo del sistema, en sus aspectos económico-sociales...
... en donde se albergan las relaciones esenciales que constituyen y determinan el actual orden económico-social. Los gobernantes, los detentores del poder social, se reservan una esfera superior que se afirma inherente a la “naturaleza de la técnica y del progreso tecno-científico y económico”, que es intocable, aceptando la modernización y el cambio en los aspectos económicos y técnicos que se consideran controlables y beneficien a la elite.
Varios son los factores que han contribuido a la conformación monolítica de la política y de los regímenes “representativos democráticos” y ello en manera alguna ha dependido de los cambios introducidos en los últimos decenios del siglo XX por el neoliberalismo, aunque éste, sin duda, los acentúa y refuerza por representar con mayor vigor las tensiones y tendencias críticas fundamentales del capitalismo en el presente periodo. Que, en efecto, esos rasgos se han hecho más visibles precisamente ahora, no es algo imputable exclusivamente al neoliberalismo como corriente dominante del pensamiento económico, sino, según lo han observado en tantas ocasiones nuestras revistas hermanas en otras lenguas (Prometeo, Bilan, Revolutionary Perspectives, Internationalist Communist, Notes Internationalistes/Internationalists Notes), al paso a una fase crítica del ciclo de acumulación de capital en el que las características del desenvolvimiento económico muestran el agotamiento de las fórmulas keynesianas otrora eficaces. El que se opte por combatir el ciclo económico a través de la inversión, del endeudamiento empresarial y del comercio exterior en lugar de hacerlo por la vía de la expansión salarial, de la reactivación del consumo (vía gasto público) y del autocentramiento de las economías regionales, tiene su explicación en la sobre-acumulación, en la insuficiente valorización del capital. La otra cara de este proceso es la reorganización post-fordista de la industria que, de un lado, descentra, delocaliza y fragmenta en forma extrema el proceso productivo y, de otro, debilita aún más la posición de la fuerza de trabajo frente al capital en los ámbitos de la producción y de la sociedad.
Poco o nada es lo que se ha podido hacer en Latinoamérica aunque sólo sea para esclarecer estos problemas, no digamos para revertir las políticas del capital o para evidenciar las ilusiones del reformismo (cuyos respectivos procedimientos y visiones se entrelazan en la perpetuación de la desorganización y la inacción del proletariado). Los elementos susceptibles de constituir una corriente de clase están ahora dispersos, cuando no paralizados por la violenta represión desencadenada en todo el continente desde el final de la década del 1970. Ha de quedar claro también que, en tales circunstancias, la libertad que nosotros necesitamos para expresarnos, para comunicar nuestro proyecto histórico, no es algo que esté comprendido en ninguna constitución política ni en ningún código, sino algo que depende de la capacidad política y de movilización del proletariado y otros elementos sociales subalternos para imponer los cambios y hacer respetar el punto de vista y la organización de quienes postulan el proyecto de una sociedad nueva.
Por muchos años y hasta hoy, la represión ha tenido la palabra. Y la voz cantante de la represión es, ante todo, la voz del Estado. En su deseo de mandarlo y dirigirlo todo, procurando que no se escuche nada más, el Estado hace un ruido ensordecedor. El pleno cumplimiento de esta condición exige la presencia de un poder que, reservándose el monopolio de la fuerza económica y político-militar, resulte incontestable y, por lo tanto, digno del sacrificio de su libertad por parte de los sometidos. La idea que mueve a los técnicos del dominio es que sólo un Poder fuerte es capaz de despertar en aquéllos el entusiasmo que el subalterno suele sentir por sus jefes cuando se trata de individuos poderosos, circundados por el resplandor de la opulencia material y que marchan en medio de los deslumbradores prestigios del genio. Al igual que los discípulos de Hitler (ver el Mein Kampf), suponen que la gran masa es mujer y que ésta quiere, en efecto, imaginar que está frente a gigantes: nada mejor que la apariencia invulnerable y omnipotente de este poder colosal para complacerla. Suponen que el miedo fabricará siempre ídolos... y las masas necesitan experimentar miedo para obedecer.
La figura tiránica de los jefes de Estado latinoamericanos, de personajes siniestros del tipo Fujimori (quien, después de sumir a su país en el horror, permanece tranquilamente sentado en las bancas de reserva del equipo de la reacción peruana) y del colombiano Uribe Vélez, se ajusta casi a la perfección al anterior patrón. Además de representar la cultura y los sentimientos de despotismo, jerarquía, conservadurismo y violencia en los que se ha educado y formado la elite dirigente de la sociedad desde la colonia española, surgen como Mesías llamados a redimir a países y poblaciones asolados por la “anarquía”. Pero no se trata ya de redentores arcaicos sino de verdaderos príncipes modernos apoyados por un temible cortejo de condottieri de origen mafioso y un eficaz cuerpo de especialistas en control social, marketing y manipulación ideológica, aunque también puedan servirse, sin duda en medida importante, de sentimientos e instintos atávicos todavía arraigados en lo más hondo de una población que apenas ha salido del primitivismo del mundo rural, del oscurantismo católico y de sistemas de producción agrícolas en los que el régimen de contratación de jornaleros y las condiciones de vida se acercan mucho a las del sistema esclavista.
Su ejercicio y su técnica política se acomodan, sin duda, a la modalidad de gobierno autoritario, con ínfulas parlamentarias, respaldado por el uso plebiscitario, que Marx ha llamado justamente bonapartismo. En todo caso, sus respectivos gobiernos, con pequeñas diferencias, mantienen sus características principales: el contacto directo entre el jefe de gobierno y el “pueblo”, la reducción de las libertades públicas, la invocación del “patriotismo” y el comportamiento autocrático frecuentemente respaldado por el control militar y policiaco enmascarado, de varias formas, por la farsa de la democracia sufragista y parlamentaria. En realidad, su figura resume a las vertientes más lúcidas y capaces de la oligarquía tradicional y de la nueva lumpemburguesía (vinculada en su origen al florecimiento del narcotráfico) resueltas a profundizar la financiarización de la economía y a integrarse más estrechamente en el sistema mundial de acumulación de las multinacionales, completando una fase que ha comenzado en los 80’s.
El bonapartismo parte del presupuesto ideológico de que el Estado político de una sociedad en crisis, profundamente dividida y con instituciones en colapso, únicamente puede volver a proporcionar elementos vinculantes y motivos de adhesión cuando sabe sembrar entre la muchedumbre y quienes hasta entonces vacilaban en servirlo, la certeza de su necesidad absoluta, haciéndose estimar de nuevo como abrumador y omnipotente. Si los estratos sometidos llegasen tan siquiera a vislumbrar otra alternativa, por lejana e incierta que pareciese en un primer momento, la certidumbre acerca de la necesidad y justificación de su obediencia también se expondría a desaparecer. He aquí por qué las tiranías se imponen como primer deber la extirpación de todas las corrientes de oposición, recurriendo para ello a la supresión de todo disenso, de todo planteamiento conflictivo, de toda ruta que no fuera directamente trazada desde arriba por el cuerpo dirigente y, sobre todo, tienen que mostrarse capaces de reunir a todos, tanto a aquellos que ya les profesan una adoración supersticiosa como a quienes les son refractarios, en la comunión del sometimiento; en otras palabras, es preciso que los persuada, por cualquier medio que parezca convincente (lícito o ilícito), que no podrán sobrevivir sin arreglarse a su dictado. La razón profunda del bonapartismo (cesarismo) es el naufragio de todas las instituciones políticas anteriores y la incapacidad del establishment oligárquico tradicional para restablecer los consensos necesarios para asegurar la continuidad del sistema e integrar satisfactoriamente los nuevos elementos y categorías sociales que trae consigo el desarrollo capitalista. La tiranía bonapartista debe recuperar el orden, la obediencia, la disciplina y la cohesión social que la bancarrota de las oligarquías y de los viejos regímenes constitucionales han perdido en sociedades sometidas a dramáticos saltos históricos, a fortísimas presiones de cambio y atrapadas por decenios entre las fauces de la cleptocracia gubernamental, la pobreza, la desesperación y la violencia social generalizada.
Existen en las épocas de crisis hombres, instituciones y poderes a los que se atribuyen todas las gracias y beneficios de la humanidad, a quienes se otorgan todos los talentos y que sirven de razón coeficiente a los tontos. En todos los tiempos han existido esclavos cándidos y virtuosos que se complacen en representarse a sus directores sociales como gigantes políticos, administrativos o militares. Y es comprensible: los esclavos acostumbran medir el valor de su obediencia por el poder de sus amos.
Los ingenuos creen que la condición real se basa en la persona del rey, en su manto de armiño y su corona, en su carne y en su sangre. En realidad, esa condición real es una relación entre personas. El rey sólo es tal porque en él se reflejan los intereses y los prejuicios de millones de personas. Cuando esas relaciones son superadas por la corriente de la evolución, el rey se transforma en un hombre común... El jefe por la gracia del pueblo se diferencia del jefe por la gracia divina en que está obligado a abrirse camino, si no con sus manos sí con las circunstancias propicias. Pero también el jefe es una relación entre personas, una oferta individual a una demanda colectiva. Las discusiones sobre la personalidad [del caudillo bonapartista] son tan acaloradas que se trata de buscar el misterio de su victoria hasta en él mismo. Sin embargo, sería difícil encontrar otra figura política que, en igual medida, fuera el vínculo de fuerzas históricas impersonales. Todo pequeñoburgués encarnizado no puede convertirse en Hitler, pero una parte de éste se encuentra en todo pequeñoburgués encarnizado. (3)
Hoy en día, la tiranía tiene a su disposición todo el andamiaje y la parafernalia técnica y científica que los modernos aparatos de control y manipulación pueden prestar al poder. Las técnicas desplegadas para mitificar su figura son las mismas que se utilizan para comercializar y publicitar las mercancías entre los consumidores. La propia imagen del tirano es diseñada y producida para que satisfaga las necesidades de un público harto de instituciones disfuncionales atiborradas de cleptócratas, de una sociedad embargada de temor por el crecimiento imparable de los marginados sociales, hastiada de la violencia, de la inseguridad y del caos y que está sedienta de orden y redención. Cubre todas las necesidades, las angustias, los sentimientos y frustraciones sociales originados por la crisis: unas veces el líder carismático encarna al dios de la venganza que blande su espada justiciera sobre los perros de la guerra y del crimen que quebrantan el derecho; otras veces aparece como el benefactor de los millones de desplazados, lisiados, marginados y desocupados que han quedado a beneficio de inventario en el último decenio; alternativamente aparece como un verdugo implacable frente a los sediciosos, como un padre para los niños y los ancianos desprotegidos, como un guardián de la honradez pública frente a los administradores deshonestos, como un campeón de los derechos sociales frente a la existencia de ominosos privilegios e incluso, a veces, como el paladín de las mujeres deshonradas. Por eso, la imagen del líder bonapartista es similar, en muchos aspectos, a la figura de un salvador todopoderoso que rescata a cada pequeñoburgués asustado y sediento de venganza de sus miedos y aprensiones sociales ante los embates de una sociedad dinámica que le arrebata todo sentimiento de seguridad frente al destino y se burla hirientemente de sus cálculos y buenas intenciones. En una atmósfera sobresaturada por la violencia, la inseguridad, la crisis, la miseria y la desesperación, se produce la ruina de todas las viejas ideologías que proporcionaban confianza y consuelo, y ninguno de los partidos políticos que se consideraban garantes de la estabilidad social sale indemne del juicio rabioso del público. Sobreviene el levantamiento de la pequeña burguesía contra todos los viejos partidos, a los que acusa de haberla engañado. Los violentos motivos de los pequeños propietarios, funcionarios y profesionales hundidos en la bancarrota, de sus hijos universitarios sin empleo y sin clientes, de sus hijas sin dote y sin novio, exigen orden y mano de hierro. La promoción de la imagen del líder mesiánico resulta, a la sazón, muy eficaz para concentrar la rabia inmensa originada en las frustraciones sociales de la pequeña burguesía en los periodos de crisis prolongadas sobre objetivos inocuos, sobre otras víctimas a las que previamente se ha culpado de todo el desastre social y contra las que se han encendido todas las pasiones del público, especialmente contra los activistas obreros y contra los llamados “enemigos del Estado”, quienes, tras ser truculentamente asociados con todas las figuras temibles y amenazantes del mal social (la violencia, la inseguridad, la miseria, la marginalidad, la crisis económica, etc.), hacen aquí el papel de verdaderos chivos expiatorios de una sociedad fracasada y podrida hasta sus cimientos. (4)
Pero ni siquiera esta imagen tan meticulosamente construida y celosamente promovida escapa a la contradicción y la paradoja: mientras es exaltada como encarnación de un poder protector de los expósitos y desamparados aparece, al mismo tiempo, como representante de un progreso que obra al modo de una pavorosa aplanadora social. Y aunque hayamos de observar que cuando su ruido y su humo se disipan resulta siempre que lo que ha pasado es bien poco, la fortaleza de los amos siempre sale indemne. Y lo entendemos: es tan grande como la debilidad de los esclavos, quienes tienen vigor suficiente para erigir el coloso ante el que se prosternan pero no les queda ninguno para emanciparse. La responsabilidad de este fenómeno político no es, ciertamente, imputable en exclusiva a los sofisticados dispositivos de manipulación en manos del Poder, sino que también se relaciona hondamente con la plebeyización de las masas, es decir, con su conversión en clientela de los estratos superiores y de los dueños del Estado.
... Y también bonapartismo de izquierda
El cuadro político y social que surge de este elitismo y bonapartismo de derechas ha sido completado en los últimos años por la emergencia de un bonapartismo y un cesarismo de izquierda que ha explotado hábilmente la reacción suscitada por el dantesco desastre social propiciado por el neoliberalismo y la gestión económica inspirada por el FMI y el BIRF. Las organizaciones y caudillos populistas se proponen explícitamente recoger y fundir en un solo cuerpo los escombros sociales de las pasadas administraciones neoliberales y de la mundialización capitalista. En primer lugar, a la nueva pequeña burguesía nacida en los años 1960’s y 1970’s gracias al boom del estatismo latinoamericano, pero arruinada y disminuida socialmente a partir del viraje institucional hacia el neoliberalismo en los años 1980’s. A diferencia de los pequeños propietarios campesinos, comerciantes y artesanos subsistentes y prósperos hasta la primera mitad del siglo XX, la llamada “nueva clase media” aparece como fruto de la extensión del aparato estatal a los sectores productivos, del sistema de “economía de invernadero” y de la estrategia de industrialización basada en la “sustitución de importaciones” que privilegiaba a los oligopolios nacionales frente a las empresas foráneas. Esta pequeña burguesía carece estructuralmente hasta del último rastro de independencia y ha vivido hasta el comienzo de la reforma de libre mercado de los cargos medios y bajos del Estado o en la periferia de la gran industria y del sistema bancario. El desmantelamiento de la economía protegida, del intervencionismo estatal, del estado asistencialista, dejaron a la nueva clase media sin empleo y expuesta a las ondas de choque del libre mercado. Las medidas del FMI y del BIRF golpearon a los empleados, los profesionales liberales, los comerciantes y los pequeños propietarios y rentistas no menos duramente que a los obreros. Sin embargo, el deterioro de las clases medias no ha significado - ni puede significar - su simple proletarización pues el proletariado mismo ha venido dando nacimiento a un gigantesco ejército de desocupados crónicos. La pauperización de la pequeña burguesía, apenas disimulada por las corbatas y las medias de seda artificial, carcome todas las creencias sociales y políticas y, sobre todo, la fe en las instituciones oligárquicas tradicionales. Estamos ante otro de los efectos paradójicos y contradictorios de la crisis capitalista y de la bancarrota de los viejos regímenes e instituciones políticos, a cuyos escombros humanos el nacional-populismo de izquierda ha sabido dar un programa y una bandera.
El bonapartismo de derecha o de izquierda está destinado a cumplir una misión trascendental en una región donde la conformación de la burguesía tiene rasgos históricos peculiares unidos a su debilidad estructural, al carácter rentista de importantes sectores suyos, a su altísima dependencia de las potencias extranjeras, y donde, además, el tradicional sistema político oligárquico tampoco ofrece mucho espacio para la constitución normal de partidos “obreros” de masas ni para regularizar una democracia electoral de tipo europeo. Por eso, el nacionalismo burgués o pequeño-burgués, lo mismo que el reformismo neoliberal de las dos últimas décadas del siglo XX y de comienzos del siglo XXI (Fujimori, Menem, Uribe, etc.), tomaron la forma de caudillos y sus regímenes adoptaron un inequívoco cariz bonapartista.
Incluso en los países más “progresivos” de Latinoamérica (México, Brasil, Chile, Venezuela y Argentina) el dominio burgués no se ha modernizado y sofisticado al grado de emplear plenamente el mecanismo democrático electoral como vía predilecta para captar a la clase obrera. También allí la componente represiva, autoritaria y cesarista puede jugar - y, en efecto, sigue jugando - un papel fundamental. El mejor y más reciente ejemplo lo proporciona la última contienda electoral mexicana. Aquellos que se habían ilusionado con la solidez de la democracia burguesa mexicana han quedado atónitos y sin respuesta luego del flagrante fraude electoral. Nadie había advertido que tras varios años de incesante militarización, frecuentemente disfrazada de paramilitarismo, de censura directa y de represión física, se ocultaban los preparativos de un nuevo modelo político represivo dirigido a contener los movimientos sociales en ascenso y a la misma opción populista que pretendía canalizarlos. Hasta los grupos más lúcidos del espectro radical del continente, tales como la CCI y la FICCI, han permanecido mudos, sin explicar, por ejemplo, por qué fue necesario apelar al fraude electoral en México.
A juicio de estos grupos, la izquierda nacionalista es tan sólo un gancho político-ideológico para uncir al proletariado al circo electoral ¿Por qué hacer trampa en el mecanismo democrático que le es útil a la burguesía para controlar a la clase obrera? ¿Por qué no permitir que la izquierda tome el poder en México? La respuesta a ello está ligada a las necesidades más urgentes y perentorias planteadas por la conservación de la hegemonía regional yanqui y a la amenaza muy tangible que entraña el creciente consenso que se ha venido formando en América Latina alrededor de la propuesta de proceder a la integración económica y política del continente independientemente de los intereses del imperio yanqui y de las oligarquías tradicionales. El fraude electoral y la creciente militarización de la sociedad mexicana eran cruciales para la oligarquía del país y para los EUA.
Si no lo juzgáis así, entonces imaginad un escenario en el que México y Venezuela, estas dos auténticas potencias petroleras (5) (de las que depende, sobre todo en los momentos de crisis en Medio Oriente, de boicot de la OPEP y/o de limitación de las reservas presentes en su propio territorio, una porción importante del suministro de crudo a los EU), dirigieran la política de integración latinoamericana. Bajo la batuta del PRD y Chávez se procedería a un tipo de unidad económica y política obediente a intereses y objetivos muy distintos de - y, tal vez, demasiado opuestos a - los de EUA. Esta corriente opositora podría llegar a contar con una fuerza suficiente para arrinconar a los EU.
La actual administración estadounidense ha hecho este elemental ejercicio de prospectiva y toda la presciencia acumulada a lo largo de más de un siglo de actividad imperialista le ha aconsejado conjurar por todos los medios ese peligro. En efecto, fundándose en el poderío petrolero de México y Venezuela (acrecentado por las inmensas reservas de crudo pesado del Orinoco), el populismo radical de izquierda podría materializar el viejo sueño aprista de una sola nación Latinoamericana unida frente al imperialismo. (6)
En este sentido, la ideología populista opera como un efectivo catalizador de la pequeña burguesía independentista ansiosa de las protecciones estatales de que gozó durante la época dorada de los 1960’s y aún de los 1970’s, de las ambiciones nacionales y económicas íntimamente albergadas - y hasta hace poco no manifestadas - por las burguesías petroleras en ascenso, que, en conjunto, podrían empujar a estos sectores a sumarse a la confrontación con el centro tradicional del poder imperialista en la región. Un PRD expuesto al ataque frontal del imperio y de los grupos e instituciones tradicionales de poder necesariamente haría de México el aliado natural de la Venezuela nacional-populista. No se engañan, pues, quienes piensan que este último país, con su poderío petrolero y la audacia de la dirección chavista, está destinado a ser el epicentro de un nuevo terremoto geopolítico. Chávez representa una gruesa espina en el talón del imperialismo norteamericano, precisamente porque puede ofrecer una “alternativa” a aquellos sectores de la burguesía latinoamericana que desean sacudirse de una vez por todas las pluriseculares garras del Tío Sam.
El fraude en México ha disipado momentáneamente la posibilidad de que se configure un escenario intolerable para los yanquis y las oligarquías aliadas (que necesitan vitalmente de su apoyo militar y económico para sostenerse). El imperio y sus socios locales han tomado una actitud proactiva, como suele decirse ahora, frente a un peligro real - ¡y nada ilusorio! - que se cernía amenazadoramente sobre él. Como consecuencia, toda el área latinoamericana se está militarizando. El vuelco en México ha sido drástico: ese país parece marchar a pasos agigantados hacia su conversión en una segunda Colombia. México es ya un narco-Estado donde el tráfico de estupefacientes ha sido utilizado como subterfugio para llenar el país de militares y reprimir la protesta social. El nuevo gobierno del PAN no pierde oportunidad de enseñar su catadura autoritaria. Tanto su propaganda, cuanto la reanudación de prácticas represivas como la tortura y el ejercicio abierto de la fuerza sobre las movilizaciones obreras, indican sus designios de orden y disciplina social. La militarización de la sociedad apunta a infundir miedo en una población que previamente ha sido sumida en la indefensión y busca provocar más parálisis y sumisión.
La evolución de la situación mexicana ha patentizado por enésima vez el temor que el populismo radical inspira a las oligarquías tradicionales y al imperialismo yanqui. Le temen en la misma medida que el populismo encarna su sustitución bien por una burocracia de Estado asentada en un consenso social amplio ligado a una mejor distribución de la riqueza o bien por una burguesía moderna más ligada a la productividad del capital que al goce de los privilegios y prebendas dispensados por el sistema político y que, por producir esencialmente para el mercado interno latinoamericano, identifica inequívocamente a las multinacionales como su enemigo. Es muy probable que en el ámbito de la negociación de los términos de la integración económica y política dicha burguesía se conduzca con más independencia que los voceros de las oligarquías tradicionales, pensando ante todo en hacer valer sus propios intereses “nacionales” en medio de la rivalidad que mantiene con las multinacionales. Paradójicamente, las maniobras y presiones violentas a que acuden el imperialismo y las oligarquías locales son las encargadas de decantar con mayor énfasis a las masas y a la “burguesía nacional” hacia las vertientes y soluciones populistas más radicales.
Pese a la implementación del nuevo modelo represivo made in USA, la izquierda está avanzando y puede consolidar una poderosa corriente continental. A nuestro juicio, hay dos condiciones que favorecen esta evolución. Una de ellas reside en las dificultades que afrontan los USA. Éstas son, ciertamente, grandes en un momento en que ese país ha abierto muchos frentes de hostilidad y está claramente atascado en Irak y ahora en Afganistán. Y, por lo que parece, no abandona la idea de agredir a Irán. El segundo es que el imperialismo y las oligarquías han agotado todos sus viejos pretextos para justificar su intervención represiva e institucionalizarla (es decir, para hacer permanentes medidas y mecanismos represivos que deberían corresponder legítimamente sólo a los “estados de emergencia”). Aunque continua invocándose el subterfugio del "terrorismo", la amenaza que éste representa en Latinoamérica no es, en manera alguna, comparable a la que entrañaba el imperialismo ruso en la época de la guerra fría. Con la desaparición del espantajo del "comunismo" (el imperio soviético) el imperialismo yanqui, como una Némesis histórica, ha visto venir a menos una de sus más importantes armas de propaganda ideológica (el comunismo, la injerencia de la URSS), con la cual había justificado sus sangrientos golpes contra los gobiernos de izquierda. Ni siquiera el "narcotráfico" puede llegar a adquirir estas connotaciones. Por su parte,el fundamentalismo islámico no tiene presencia en América Latina (no obstante, EUA está utilizando la presencia de una comunidad árabe en la Triple Frontera entre Brasil, Argentina y Paraguay para justificar la presencia de marines en la región). Sin embargo, el capitalismo, además de ser un sistema de dominio y explotación, es también un estado de guerra permanente. (7)
Basta considerar tan sólo la polarización social en América Latina: desde el fin del imperio “soviético” ésta ha rebasado con creces la añeja desigualdad social incluida en el ámbito de la guerra fría para justificar el terror estatal y las sanguinarias dictaduras militares. Esta cuestión ha exacerbado el debate ideológico, ha radicalizado y, en algunos casos, polarizado las posiciones de "derecha" y de "izquierda" en el lenguaje convencional. También ha permitido, según vimos, el empleo del temor al clima de “inseguridad” como mecanismo para manipular a la población. No sólo los ricos sino la clase media y sectores del proletariado son presa fácil del discurso del miedo: todos están dispuestos a renunciar a una parte de su libertad a cambio de un poco de seguridad. Este es uno de los tantos casos en que las emociones y susceptibilidades del público son movilizadas contra sus propios intereses.
No obstante, el viento es favorable a los bajeles del populismo radical. No es inútil repetirlo: los avances de Chávez en Venezuela, de Evo Morales en Bolivia y los más recientes de Ortega en Nicaragua (8) y Correa en Ecuador radican tanto en el rotundo fiasco social y económico de la gestión neoliberal cuanto en los problemas de EU (enfrascado en la guerra de Irak) y la existencia del maná petrolero y gasífero. Sin duda, el "socialismo" de Chávez y sus homólogos es ideológico, es un estatismo y una aventura tercermundista al estilo de la protagonizada anteriormente por "héroes" del corte de Sukarno, Nasser, Gaddafi, el Ayatolá Jomeini, Saddan Hussein y otros. También es claro que los gobiernos populistas y de izquierda son tan incapaces de detener la crisis económica como los de derecha. Sin embargo, esta claridad no la comparten las masas. Pese al desgaste del parlamentarismo y de la institución electoral, a los ojos de las masas resulta probablemente más atractivo salir a votar en las elecciones por un caudillo que promete cambiarlo todo, que organizarse responsablemente en un movimiento de clase y enzarzarse en un combate prolongado, exigente y a veces amargo por la revolución socialista. De cualquier modo, el ritual electoral ofrece la apariencia de ser el camino más fácil y menos riesgoso.
El artículo titulado “América Latina entre el imperialismo y el populismo”, incluido en la presente edición de esta revista, describe a la perfección la situación de la izquierda comunista: estamos entre el dominio estadounidense y sus regímenes de derecha, y la creciente popularidad del nacionalismo, identificado con el socialismo. Es, con toda certeza, una situación llena de confusiones y peligros, que ha conducido a organizaciones radicales del campo político proletario, como la CCI y la FICCI, así como a algunos grupos trotskistas (e incluso al mismo sub-comandante Marcos, que ahora adoptó un lenguaje más radical y “anticapitalista”) a identificar llanamente “derecha” e “izquierda”, esto es, a declarar que los gobiernos de izquierda son lo mismo que los de derecha. Esto es verdad en el sentido de que ambos representan la continuidad del capitalismo - y, por tanto, la explotación de la clase obrera en una situación de crisis en la que el capital ha devenido excesivo en relación con una tasa media de ganancia decreciente (lo que anula la posibilidad del florecimiento de nuevos capitalismos nacionales) - pero podría inducir a caracterizaciones simplistas de los regímenes populistas emergentes y a una conducta política falsa y errónea.
Una de las simplificaciones usuales consiste en equiparar la conducta que asumirá Chávez con la adoptada por los líderes burgueses de derecha. En realidad, el régimen chavista no se dedicará exclusivamente a explotar a los proletarios. Sería contraproducente que una política de clase soslayara el hecho, bastante significativo por cierto, de que el populismo radical no puede llevar adelante su virulenta campaña de redención nacional sólo con base en vagas promesas y sin sacrificar parcialmente los intereses de la burguesía y, en particular, los de la oligarquía. Chávez y su equipo se han mostrado siempre perfectamente dispuestos a hacer lo segundo dado que, tras el derrumbe del régimen y del establishment de la IV república, los cimientos del triunfo y la permanencia política del populismo residen en la reconstitución del consenso social en torno a la construcción de un complejo institucional capaz de cumplir sus ambiciones nacionales. Ciertamente, al principio han obrado con lentitud y cautela, precaviendo, en efecto, que la reforma general, total e inmediata de la sociedad y del Estado no haría más que contribuir a la alianza de todos los intereses y sectores golpeados con sus enemigos “naturales” en el interior y el exterior. Han procedido, pues, a reformarlos tan sólo por partes, para no verse empujados, de rechazo, a un enfrentamiento prematuro con un frente opositor probablemente mucho más poderoso y agresivo que el que ha operado hasta hoy. Pero una vez consolidado políticamente, el régimen ha continuado sin vacilaciones y cada vez más rápido. Debido a su base social interclasista y su proyecto de Nación, el populismo necesita que todos los estratos de la sociedad intervengan en la vida pública y desempeñen roles decisorios que los vinculen activamente a la lucha contra el imperio yanqui, contra la reacción conservadora de las fuerzas y poderes tradicionales (a los que terminarán uniéndose las clientelas más leales de la vieja partidocracia Adeca y Copeyana y algunos sectores de la burguesía) y por la realización de las nacionalizaciones y el contenido social de la administración. No es en manera alguna casual que el engranaje político, legal, institucional y cultural que había permitido que el poder fuese detentado exclusivamente por la elite latifundista, bancaria, comercial e industrial y que todas las decisiones en materia interna y externa reposaran en sus manos haya sido gradualmente demolido en los últimos años. Precisamente con esa mira se ha promulgado en diciembre de 1999 la constitución política “bolivariana” que dota al país de un nuevo marco legal e institucional. Además, el régimen populista debe reorientar la política agraria, industrial y comercial en un sentido estatista (centralizando el control de todos los recursos humanos, naturales, técnicos y financieros necesarios para implementar su política) y edificar un sistema de instituciones que cubra tanto el terreno de las reformas sociales elementales para hacer retroceder los índices de marginalidad y de empobrecimiento mejorando la distribución de la riqueza (reforma agraria y urbana, régimen cooperativo, reforma educativa que permita el acceso universal y gratuito a la educación y la formación de “capital humano”, financiación pública de la seguridad social y del sistema pensional, etc.) cuanto el campo de las necesidades básicas insatisfechas de la población más desprotegida (universalización de la asistencia alimentaria y sanitaria, planes de construcción masiva de vivienda e infraestructura, etc.), con los cuales se pueda conseguir su adhesión cerrada a la estrategia y los objetivos oficiales. Huelga añadir que el éxito de esta estrategia depende esencialmente de la rentabilidad del negocio petrolero y de la habilidad para emplearlo como arma política en la arena mundial.
Por otra parte, la diplomacia y la política internacional de Chávez, de las que no hemos hablado hasta aquí, son tan importantes y presumiblemente tendrán un valor tan grande para la viabilidad y sustentación de su proyecto político como las que está implementando actualmente en el plano interno y en la región latinoamericana, aunque sus repercusiones sólo podrán ponderarse concretamente a más largo plazo. Su política exterior y comercial, como toda la realpolitik que inspira el comportamiento de la administración populista, es muy diferenciada y presenta varias facetas (satisface necesidades y cumple objetivos específicos de corto y largo plazo con cada país). Expresamente ha sido planeada para garantizar en lo económico una balanza comercial activa (superávit) y un lugar preeminente de su país en la integración del área latinoamericana (en la que, gracias a la actual tendencia alcista del precio del petróleo, ya descuella como una potencia financiara alterna al FMI, el BM y las demás agencias financieras del imperialismo), y en lo político un clima de solidaridad político-diplomática con su régimen que, en una fase posterior y más prolongada, le consienta alinear en un solo frente a los gobiernos y Estados víctimas de la política exterior yanqui y de las presiones y directrices propugnadas por los organismos económicos del neocolonialismo (OMC, FMI, BIRF, etc.).
Mientras en lo inmediato, dentro de una táctica de apaciguamiento y máximo aprovechamiento a corto y mediano plazo de las ventajas reportadas por la relación comercial con EU, fortalece su rol tradicional de abastecedor de petróleo a los EUA y procede a una expansión y diversificación de la actividad de PDVSA en el propio territorio de ese país, privilegia a más largo plazo el nexo comercial e industrial con las dos economías más dinámicas y prometedoras del mundo: las de India y China. Como fuente de combustible y materias primas, Venezuela se asegura en estos dos países importantes mercados alternativos, con gran porvenir de expansión, que más tarde podrían sustituir el mercado estadounidense en la eventualidad de que el gobierno de ese país adopte medidas de bloqueo económico semejantes a las que ha aplicado para aislar y derrumbar a Cuba. En esa dirección apuntan los acuerdos comerciales celebrados en los últimos cuatro años.
La otra esfera de su diplomacia y su política comercial se concentra en los Estados miembros de la OPEP, con los cuales pretende acordar una política unificada de control de la oferta mundial, de fijación de precios y de elaboración de estrategias comunes (como la propuesta de conformar una organización financiera internacional alternativa al FMI y al BM y destinada al fomento y la ayuda al tercer mundo).
Luego está el campo de la integración económica y política latinoamericana. Ésta ha sido una esfera de acción en la que Venezuela ha encontrado un clima especialmente propicio para secundar sus políticas y cumplir con gran eficacia su aspiración de obrar como sucedáneo del sistema financiero internacional (con efectivas políticas de reanimación económica, crédito y socorro inmediato a los países que, tras el estruendoso fracaso del neoliberalismo y la explosión del problema de la deuda externa, empiezan a cerrarse al recetario del FMI). El ambiente es igualmente receptivo a las propuestas venezolanas por lo que toca a la integración comercial y política regional. Mucho antes que Venezuela, Brasil, bajo el presidente socialdemócrata Cardoso y después bajo Lula del PT, y lo mismo Argentina, habían hecho manifiesto su rotundo rechazo al ALCA en los famosos summit de la OMC celebrados en Canadá y otros lugares. Para estos países, la práctica del libre comercio y de tratados semejantes al NAFTA norteamericano equivalen a una desertización industrial definitiva y a poner fin a su propia supervivencia económica, social y nacional. La idea de “una sola nación latinoamericana”, en la que su propia burguesía industrial, comercial y financiera nacional desempeñaría un papel importantísimo, les atrae mucho más que la perspectiva (¡poco halagüeña!) de desaparecer o reducirse a un papel social, político y económico raquítico en medio de la avalancha industrial yanqui y de las multinacionales. Venezuela, que manifiestamente busca reforzar todos los proyectos alternativos a los propuestos por EU, no ha tenido más que unirse a un coro al que cada día, como confirmación de la corrección de su conducta, se suman nuevos gobiernos.
Y, por último, está el ámbito de los tratados técnicos y político-militares celebrados por el gobierno populista con potencias y países rivales de EU, específicamente con Rusia, Francia, España e Irán. En esta esfera de acción, pese a la oposición de Washington y el boicot del complejo militar-industrial yanqui, Chávez procura conservar la ventaja estratégica de que su país ha gozado a lo largo de los años en la región suramericana gracias a la superioridad tecnológica y al mayor poder de ataque de sus fuerzas terrestres, áreas y marinas. El otro objetivo que podría tener aquí es el de equiparse de poder nuclear, pero no existe información amplia ni confiable al respecto, tan sólo la presunción.
En suma, las alianzas y tratados estratégicos del régimen hacen parte de un conjunto de maniobras que incorporan los intereses y fuerzas de la contienda intercapitalista mundial a su proyecto nacional en la perspectiva de un inevitable enfrentamiento futuro con el imperialismo estadounidense. Finalmente, el proyecto populista, pese a sus apasionadas veleidades patrióticas, está llamado a encuadrarse en uno de los bloques económicos y políticos imperialistas que comenzaron a configurarse inmediatamente después del desmoronamiento del imperio “soviético”. También el proyecto nacional-popular del chavismo terminará amoldándose a las necesidades y dinámicas de uno de los polos capitalistas internacionales, apenas en ciernes, hacia los que habrán de converger las potencias concurrentes del imperio yanqui. La actual situación mundial de vacío e indefinición, favorecida por la multiplicación de potencias emergentes (algunas de ellas desprendidas del ex-imperio “soviético”) y de los escenarios de conflicto, dentro de un contexto general en el que no despunta el sujeto revolucionario de clase por ninguna parte, brinda todavía espacio y tiempo suficientes para la maniobra política.
El mayor obstáculo con que tropieza la izquierda comunista en América Latina para comunicarse con el proletariado y los estratos subalternos de la sociedad es la generalizada aceptación de la vieja ecuación socialismo = estatismo. La noción de que el socialismo es equivalente a la nacionalización y a la oposición al imperio norteamericano se ha extendido en nuestros días a la identificación del antiimperialismo con el nacionalismo, de la integración latinoamericana y el indigenismo, con el socialismo. (9)
Esta extensión ha redefinido los roles y patrones de identidad de la izquierda. Tanto, que hoy es posible definir como de “izquierda” al MERCOSUR por la única particularidad de operar como un proyecto de integración comercial y empresarial opuesto al ALCA promovido por EUA.
Por varios de los motivos señalados arriba, no conviene ignorar la complejidad de los problemas políticos e históricos que entraña el reformismo y el populismo de izquierda. La “izquierda” reformista y nacionalista tiene un enorme potencial de seducción de la clase obrera a través de su ideología democrático-antiimperialista y de las migajas que está dispuesta a arrojar a los trabajadores a fin de renovar el consenso social en torno a los nuevos objetivos nacionales del populismo... estas migajas relucen más ante una población hambreada cansada de no ser escuchada por los grupos dirigentes al momento de decidir las políticas que rigen a la sociedad. Frente a unas elites sordas, insensibles e indiferentes a los padecimientos y necesidades urgentes de la población, la izquierda latinoamericanista aparece como reacción al imperialismo y la dictadura de los mercados financieros que arrasan o anulan todos los pactos sociales y políticos en que había reposado hasta ahora el edificio de las democracias occidentales (cuyo vacío o ausencia es llenado por el poder de las multinacionales) y que hacen mofa del principio de “soberanía” de los pequeños y débiles Estados de la periferia del capitalismo.
El discurso de la nueva izquierda coincide directamente con una etapa de la historia en que, con la expansión planetaria irrestricta del capital financiero y de las transnacionales, son arrasadas o desarticuladas todas las formas y estructuras productivas y comerciales locales - técnicamente vetustas y poco competitivas - acentuándose con ello las desigualdades de fortuna y de poder y quedando el campo abierto y abonado para el surgimiento de las plutocracias “liberticidas”. En esta perspectiva, la figura del contrato social, en el que, según la izquierda, debería asentarse toda verdadera democracia y soberanía popular, es reemplazada patentemente por el capital monopolista y su variedad más progresiva: la compañía multinacional.
Entre las personas que más influyen en el mundo ya no se encuentran los políticos. Ni siquiera los jefes de gobierno. Hoy manda una nueva especie: los Señores del dinero. La fabulosa riqueza que manejan, a menudo al abrigo de los paraísos fiscales, no obedece a nada más que a su propio beneficio. Ellos, los Señores del dinero, actúan a sus anchas en el ciberespacio de las geofinanzas, un nuevo territorio del cual depende la suerte de una buena parte del mundo. Sin contrato social. Sin sanciones. Sin ley. Para su mayor provecho. (10)
Por tanto, la izquierda emerge como la fuerza promotora de un nuevo contrato social libre del poder del dinero, de las mafias, de las multinacionales, de las centrales financieras, como la fuerza opuesta a todos aquellos que sólo se ocupan de resolver sus propios problemas de acumulación privada pero permanecen insensibles a los padecimientos de la sociedad. Chávez y sus amigos construyen su imagen como la del “incorruptible” Maximilien de Robespierre: almas libres de las concupiscencias del poder e insensibles a los intentos de soborno de los actuales poderes mundiales que tratan de imponer sus intereses omitiendo los de la sociedad. Sólo esta izquierda, a los ojos de muchos proletarios y pequeñoburgueses desesperados, habría de restituir y refrendar el principio de la soberanía popular, la premisa sine qua non, según ellos, para instituir un “modelo económico” verdaderamente “social”. He aquí un nuevo ejemplo histórico de cómo la consciencia política de una clase está llamada a traicionar su instinto social.
El despuntar de un nuevo día
Pese a lo dicho, a partir de la última década del siglo XX las clases subalternas en todo el mundo comenzaron a mostrar de nuevo signos de vida. Ello puede tomarse como una señal del resquebrajamiento de la absoluta hegemonía ideológica alcanzada por el capital en los decenios anteriores. Si la economía mixta keynesiana permitió tanto en los países centrales como en los de la periferia que durante décadas el deseo de poseer una seguridad moral, psíquica, estuviera en consonancia con el bienestar material alcanzado por las capas intermedias y profesionales, la imperante economía neoliberal, impuesta como respuesta a la crisis, ha frustrado completamente sus expectativas. Quizá en ello reside la explicación de que el último quinquenio no se haya caracterizado precisamente por la inactividad absoluta de las clases dominadas. Aún sectores que antes se encontraban aliados al establishment han empezado a mostrar síntomas de rebeldía a través de la organización de movimientos sociales “alternativos”. Bajo la apariencia de sosiego y tranquilidad con que hasta ahora parecía haberse tomado la reforma neoliberal del capitalismo mundial ¿no se estarán incubando nuevas concepciones y fuerzas que pronto se traducirán en actitudes airadas, limitadas primero a reducidos grupos y meras protestas, pero que en una fase siguiente explotarán en acciones de masas generalizadas? Es cierto que la pequeña burguesía se aferra a necesidades morales ligadas al período de estabilización capitalista que siguió a la segunda guerra mundial, pero en la medida que vaya perdiendo sus prerrogativas sociales no va a estar tan dispuesta a continuar cooperando con el combate institucional de los brotes de oposición a las estructuras sociales, políticas y económicas del capitalismo. El empobrecimiento de las clases trabajadoras, la degradación de las profesiones, la acentuación del poder tecnológico, podrían determinar muy pronto que no se renueve la adhesión de las clases medias a los valores burgueses más tradicionales. La importancia de este fenómeno radica en que la pequeña burguesía ha sido hasta ahora el cemento social e ideológico responsable de la cohesión y los consensos institucionales del capitalismo. La sucesión de cracks bursátiles, las devaluaciones masivas de las monedas y valores del tercer mundo, la generalización de tecnologías electrónicas e informáticas sustitutivas de la mano y del cerebro humanos cuyo aporte al crecimiento del trabajo vivo es insuficiente en relación con las nuevas magnitudes de capital a valorizar, la liberalización de los mercados accionarios y de las monedas, las aperturas comerciales irrestrictas, las migraciones y flujos continuos del capital y la inversión en la economía internacional, la preferencia por la especulación financiera y el desdén por la inversión productiva directa, etc., han generalizado un estado de inestabilidad e incertidumbre, han acentuado la pauperización y proletarización de sectores importantes de la vieja clase media y provocado en todo el mundo su reticencia a adherir a los valores del orden.
La tarea central de esta revista es volver a las cuestiones fundamentales de la sociedad y de su transformación destronando los mitos del capitalismo y contribuyendo al esclarecimiento de los problemas con que tropiezan los proletarios que están en camino de emanciparse del poder de la ideología para pasar a la acción constructora del partido de clase internacional (es decir, del factor político-consciente que puede proporcionar la necesaria orientación del proletariado y centralizarlo alrededor de su programa histórico). Esta publicación está dirigida a aquellos que comienzan a afirmar concretamente su independencia y que, además, advierten que sólo con gran esfuerzo lograrán alcanzar una comprensión cabal de los procesos que hoy vive la sociedad capitalista y de las condiciones que un movimiento de clase necesita reunir para avanzar hacia una praxis efectivamente revolucionaria.
En efecto, el interés del marxismo revolucionario se centra en el hombre concreto de nuestro tiempo y en la resolución de los problemas de desarrollo relacionados con su completa realización humana, social. Toda visión trascendente de la vida del hombre, como la de las religiones monoteístas - que sitúan la redención humana más allá de este mundo - o, en otro contexto, la del capitalismo, que considera deseable la conversión del hombre en una máquina productiva eficiente que sólo es útil para servir fines superiores y extraños a su humanidad, es, por definición, opuesta a este objetivo. La trascendencia del hombre concreto por los fines e ideales sociales, espirituales, técnicos o políticos es, en efecto, el rasgo invariable de todas las ideologías de la conservación y de las clases que están llamadas a ocupar un lugar en la opresión de las masas. Y lo decimos inequívocamente en el sentido de que lo humano y, más claramente, el individuo concreto, no puede ser trascendido u objetivizado en plasmaciones ni representaciones externas sin destruir la libertad y la creatividad que le son esenciales. La praxis revolucionaria que postula al proletariado como su sujeto-objeto histórico real trata, por tanto, de abrir en la sociedad los espacios para incentivar las innovaciones sociales y culturales necesarias para utilizar en un sentido humanista y liberador los medios y los conocimientos que suministran la ciencia y la tecnología. La burguesía consolidada ha abandonado las profundas motivaciones y preocupaciones alrededor de las que se había cohesionado el pensamiento humanista durante el período de su nacimiento. Desde el siglo XIX comienza a participar de aquellas corrientes ideológicas positivistas, hoy dominantes, que tienen una visión restrictiva y tecnocrática del conocimiento y del progreso técnico y que, por eso, juzgan la conveniencia de todo esfuerzo de progreso y de ilustración cultural y científica solamente cuando éste se orienta a fomentar el avance técnico y la productividad de las personas para beneficiar a los ínfimos grupos sociales que controlan el capital. Ninguna de estas ideologías - ni la burguesía en su praxis - apuntan ya a la creación de relaciones y condiciones sociales propicias para el desarrollo completo de las personas, usando la ciencia y la tecnología como recursos para mejorar la vida humana, para aumentar el bienestar, la capacidad social, el disfrute y la libertad de las personas, de cada uno de nosotros. Para las distintas ideologías de la burguesía actual, las grandes cuestiones del “desarrollo”, del “progreso” y del avance de la sociedad no se vinculan ya al mejoramiento y la prosperidad conjunta de la humanidad sino al desarrollo de grandes especialidades tecnológicas y científicas y de habilidades y capacidades humanas para hacerle el viaje más placentero a los dueños del capital y del poder económico y político, usando a los demás hombres como mera fuerza de trabajo desechable consagrada a rendir trabajo y ganancias para unos pocos.
La Redacción(1) M. Stefanini, Il rapporto tra capitale e lavoro nel processo di crisi in Italia, Prometeo V serie, n. 5, 1993 e Dopo la ristrutturazione la nuova composizione di classe. Verso la ripresa delle lotte proletarie, Prometeo V serie, n. 6, 1993. Véase también C. Beltrami y Katarisum, “Considerazioni sulla Composizione e Ricomposizione di Classe nella 'Mondializazione' del Capitale”. Prometeo.
(2) Sobre el problema del “fetichismo de las mercancías” y la “cosificación de la consciencia” volveremos con mayor amplitud y detenimiento en las siguientes ediciones de esta revista.
(3) León Trotsky. El Fascismo. Págs. 36-37. ediciones Tiempo Crítico. 1973. Colombia.
(4) De esta suerte, los sentimientos de horror que espontáneamente despiertan la inseguridad, la miseria, la violencia, la muerte, etc., en toda persona “normal” son desplazados artificiosa e inadvertidamente hacia los opositores y disidentes sociales y políticos y se produce la asociación de los males y desastres sociales provocados por la propia sociedad capitalista con el ejercicio de la disidencia y la oposición social. Esto permite enderezar las reacciones naturales suscitadas por la visión de los males y peligros sociales (es decir, los sentimientos de espanto, aversión, abominación, repudio y miedo) hacia los comportamientos, las tendencias, los partidos e individuos política e ideológicamente opuestos al orden establecido, sin que éstos se encuentren originalmente entre los objetos, motivos y estímulos desencadenantes de esas reacciones. Gracias a la persistente y ubicua labor de los mass media y de los técnicos de control y manipulación psíquica, la asociación entre las citadas reacciones y el ejercicio de la protesta y la herejía social y política queda tan profundamente fijada en la mente y la psique del público - incluso entre aquellos que, por su posición social, están destinados a ser las víctimas de los bajos salarios y de las políticas oficiales de austeridad - que este último experimenta una reacción automática, maquinal, de odio y rechazo viscerales ante el menor asomo de resistencia a las políticas de la patronal o del Estado, repudiando coléricamente las más elementales acciones de resistencia y reivindicación de los obreros y aceptando irreflexivamente todas las represiones y violencias ejercidas sobre el proletariado.
(5) A esto se añade el poder demográfico de México y su importancia estratégica en el control y la regulación del salario y de la clase obrera estadounidense, así como en la implementación de la política industrial de ese país.
(6) Fundada en México en 1924 por Víctor Raúl Haya de la Torre, la Alianza Popular _Revolucionaria Americana_ (APRA), tenía inicialmente como objetivos la unidad política de América Latina, la lucha contra el imperialismo estadounidense, la nacionalización de tierras e industrias, la internacionalización del Canal de Panamá y la solidaridad con los pueblos oprimidos en todo el mundo.
(7) Ver en el presente número de la revista el artículo “Por una Definición del Concepto de Decadencia” de F. Damen.
(8) Estudios recientes brindan fuertes indicios de que también Nicaragua dispone de significativos yacimientos de petróleo en su área territorial submarina.
(9) Naturalmente, también el socialismo y el comunismo son anti-imperialistas y lo son en un sentido más profundo y radical que el nacionalismo y el indigenismo (frecuentemente estos dos últimos movimientos no hacen más que prestar un disfraz ideológico a las ambiciones nacional-capitalistas de ciertas capas sociales y Estados frente a otros). En efecto, el imperialismo es la expresión sistémica y planetaria del capitalismo; por la misma razón, no se puede ser consecuentemente antiimperialista más que llevando hasta el fin el movimiento anticapitalista del proletariado y coronando su victoria sobre la burguesía con la instauración del orden social comunista.
(10) Ignacio Ramonet. El Viejo Topo. Número 86. Junio de 1995. España.
Comunismo #1
Marzo 2007
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