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Publicado originalmente en Intransigence, número 2 (Julio 2018)
Capitalismo de Estado y desarrollo en Cuba
Las naciones, tanto como los individuos, no pueden sustraerse a los imperativos de la acumulación del capital sin suprimir el capital.(1)
Grandizo Munis, Pro Segundo Manifiesto Comunista
La narrativa oficial sobre la naturaleza de los cambios en la economía y la sociedad, en general, introducidos por el gobierno cubano tras la supuesta “revolución” del ’59, cuenta que la reforma agraria y posterior estatización de la economía —es decir, la transferencia de la propiedad de los medios de producción de los capitalistas privados al Estado— han puesto a Cuba en camino al socialismo. Este fue el punto de vista defendido por el agrónomo francés Rene Dumont, quien sirvió de asesor al recién formado gobierno “socialista” en asuntos relacionados con el desarrollo económico. Desde aquel entonces, otros académicos de izquierda han estudiado seriamente la economía cubana. Samuel Farber se destaca entre quienes lo han hecho desde un lente crítico como el más intelectualmente riguroso y consistente. Su libro sobre la sociedad cubana tras el triunfo de los barbudos sobre la dictadura de Batista, aunque no está exento de problemas, nos proporciona una valiosa ventana al funcionamiento interno del sistema estalinista en su expresión cubana. Farber defiende la teoría del “colectivismo burocrático”, argumentando que, si bien Cuba no es socialista debido a la ausencia de un control significativo sobre la economía por parte de las masas trabajadoras, tampoco puede considerarse capitalista, ya que la nacionalización de los medios de producción supuestamente hace imposible la competencia entre empresas. En cambio, argumenta que lo que existe en Cuba es una sociedad de clases cualitativamente nueva, basada en el gobierno autocrático de una burocracia parasitaria incrustada en el aparato estatal, cuyo dominio sobre la economía y la sociedad generalmente frustra cualquier intento por parte de las empresas de perseguir sus intereses económicos particulares (2).
Aunque sus conclusiones son radicalmente diferentes, los defensores de las teorías “socialistas” y “no socialistas, no capitalistas” (de aquí en adelante, NS-NC) sobre Cuba y otras sociedades estatizadas coinciden en que la nacionalización de las empresas privadas constituye una negación parcial, o incluso absoluta, del capitalismo y sus leyes motrices. Esta concepción, cuya infortunada genealogía se remonta a las ideas “socialistas-estatistas” de Ferdinand Lassalle y sus seguidores en la Primera Internacional, no tiene base alguna en la teoría del socialismo elaborada por Marx y Engels. Para estos últimos, los monopolios estatales no significaban la negación de las relaciones de producción capitalistas, sino su acentuación (3). De hecho, ellos insistieron en que la transición hacia el socialismo conllevaría necesariamente un debilitamiento progresivo, o “extinción”, de la maquinaria estatal. El resto de este ensayo intentará hacer un análisis crítico de las teorías antes mencionadas empleando un enfoque metodológicamente marxista y franco en su compromiso con la autoemancipación obrera. Argumentará, además, que la Cuba “socialista” es en verdad una sociedad basada en el trabajo asalariado y la acumulación de capital. Las características definitorias de esta sociedad, a la que denominaremos como “capitalismo de Estado”, son la hiperconcentración del capital en el Estado y el ejercicio colectivo del control sobre los medios de producción por parte de una burguesía estatal.
Como es el caso con tantos intelectuales provenientes de la Nueva Izquierda, no está del todo claro lo que Dumont entendió como “socialismo”. Si aquella gentuza de la revista “Monthly Review” con quien se asociaba sirve de indicación alguna, entonces podemos asumir seguramente que el Estado juega un papel central en su concepción. Sin embargo, ya que este no nos facilita ni siquiera un breve esquema o definición operativa, nos queda descifrar su punto de vista a partir de unas cuantas observaciones dispersas en su relato sobre la transformación de la economía cubana hacia el modelo Soviético. Por ejemplo, él contrasta la “planificación socialista” con “la mano invisible del lucro”, que distribuye el capital donde sea más alta la tasa de ganancia. Por lo contrario, dice él, una economía socialista sustituirá la anárquica “ley del mercado” por la voluntad del planificador central, aunque no especifica en ninguna parte lo que conlleva el funcionamiento de tal ley o cómo se manifiesta concretamente ésta en la producción social (4). En su lugar, Dumont aburre a sus lectores con incesantes y tediosas anécdotas suyas reprochándole a gerentes de empresas y contables estatales por hacer los planes de manera improvisada y establecer metas de producción en base a cifras erróneas, o incluso inventadas. Todo esto, explica él, impide que una economía planificada funcione debidamente (5). Lamentablemente, su investigación sobre el fracaso de la planificación económica en Cuba acabó ahí mismo. Farber demuestra una comprensión superior de la verdadera profundidad del problema, identificando la ineficiencia, averías mecánicas y el desperdicio en el sistema como consecuencia lógica de la organización jerárquica de la producción. Por tanto, él argumenta que la falta de retroalimentación genuina, indispensable para la planificación económica bajo cualquier sistema, y la productividad mediocre, a pesar del exceso crónico de personal, resultan de incentivos materiales inadecuados o inexistentes y la transparente separación de los productores respecto de los instrumentos de trabajo (6).
Esta explicación puede que parezca contradictoria a primera vista. Después de todo, los trabajadores en los países capitalistas tradicionales también son desposeídos de los medios de producción. No obstante, los gerentes de empresas en cada sistema disponen de diferentes herramientas para disciplinar a sus subordinados. Notablemente, mientras que a los trabajadores en los países capitalistas tradicionales se les pueden obligar, bajo pena de desempleo, a mantener un nivel de productividad, sus homólogos en Cuba quedan protegidos del desempleo a largo plazo por una provisión en la Constitución cubana que establece el empleo como derecho fundamental de la ciudadanía (7). Como resultado, los gerentes de las empresas a menudo se ven obligados a tolerar cierta cantidad de pereza, e incluso absentismo, por parte de sus trabajadores como costo transaccional para cumplir con las cuotas de producción que les imponen sus superiores en la cadena de mando burocrática. Así, en la medida en que la planificación económica existe en Cuba, siempre ha funcionado mal y de manera inconsistente. En realidad, las revisiones de las metas de producción finales ocurren con tanta frecuencia y son tan comunes en las diversas industrias y empresas, que efectivamente no existe tal cosa como un “plan”. Quienes defienden una perspectiva “socialista” o “NS-NC” aluden frecuentemente a la garantía de empleo como prueba irrefutable de la inexistencia de un mercado laboral dentro de Cuba. De hecho, algunos incluso han argumentado que, dado que los trabajadores en Cuba y países similares supuestamente no gozan de la doble libertad identificada por Marx —es decir, la “libertad” de vender su fuerza de trabajo a un empleador y la “libertad” de todo medio de producción— no existe ni siquiera una clase trabajadora como tal. Es imposible conciliar esa interpretación con los hechos. En primer lugar, un trabajador puede ser despedido en Cuba por cometer ofensas menores repetidamente, o como castigo por participar en actividades consideradas subversivas (8). No obstante, esto es poco común debido a su inconveniencia, ya que una infracción de esa magnitud aparece en el expediente de trabajo, limitando las posibilidades futuras de empleo (9). Se sabe, además, que la tasa de rotación laboral en los países capitalistas-estatales como Cuba es más alta que la de los países capitalistas tradicionales, lo que demuestra que la fuerza de trabajo se puede comprar y vender en Cuba (10).
La sabiduría convencional de la izquierda afirma que la planificación estatal interfiere con las fuerzas inconscientes del mercado que rigen la producción bajo el capitalismo. El primogénito intelectual de esta idea es el estalinista heterodoxo Paul Sweezy. Aunque su conceptualización no tuvo nada de original, Sweezy fue, sin duda, uno de los primeros en sistematizar este sacrilegio contra el marxismo y presentarlo ante una audiencia de autodenominados “radicales” e intelectuales en el mundo de habla inglesa. Su teoría proporciona gran parte del marco conceptual que sostiene las interpretaciones “socialistas” y “NS-NC”, por lo que necesitaremos examinar sus suposiciones básicas. Según Sweezy, todo lo que se necesita para eliminar la “ley del valor” —es decir, el mecanismo social que regula el intercambio de mercancías en el capitalismo de acuerdo con el tiempo promedio necesario para producirlos— es que la planificación estatal suplante a las fuerzas del mercado como medio principal para movilizar los factores de producción (11). El funcionamiento de la sociedad capitalista en la actualidad es suficiente para demostrar la falsedad de esta tesis. La ley del valor coexiste con la planificación estatal hoy en día en la forma de industrialización por sustitución de importaciones, los incentivos a la inversión y subsidios a empresas privadas, la gestión de servicios públicos e industrias principales por parte del Estado, la planificación directiva (véase: el dirigismo francés) y el control sobre el flujo de dinero-capital a través de la banca centralizada. Los gobiernos “desarrollistas” del Tercer Mundo han empleado varias de estas estrategias para obtener ventajas frente a sus rivales en el mercado mundial, fortaleciendo así a las industrias nativas hasta que estas sean capaces de competir internacionalmente (12). El propósito de la planificación estatal es el mismo en todas partes: se trata de introducir una cantidad de regularidad y uniformidad en la economía, donde de otro modo no existiría, para facilitar el cumplimiento de ciertos objetivos y atenuar los efectos de las crisis cíclicas. Por ejemplo, la necesidad de restaurar la anémica tasa de ganancia en los países capitalistas tradicionales dio lugar a un arreglo institucional conocido como la “economía mixta”, mediante el cual el Estado, empleando una combinación de “palos” y “zanahorias” económicas, estímulos fiscales, e incluso intervención económica directa, dirige la inversión de capital y la producción hacia fines deseados. En los Estados Unidos, el país del capitalismo de libre mercado por excelencia, el gasto público como porcentaje del PIB desde 1970 ha crecido hasta el 43%, mientras que esa cifra nunca ha caído por debajo del 34% durante el mismo período, lo que indica que en cualquier momento el Estado controla entre un tercio a dos quintos de la economía (13). Así que, aunque el gobierno de los Estados Unidos no les dice a las empresas cuánto o qué producir, está efectivamente involucrado en una forma de planificación, en la que ciertas formas de producción reciben preferencia sobre otras, mediante la redistribución de las ganancias de los sectores más rentables de la economía a aquellos que tengan necesidad a través de los impuestos y el financiamiento deficitario (es decir, los impuestos diferidos). Por lo tanto, vemos que, en lugar de destruir los mercados, la planificación estatal se ha vuelto indispensable para preservarlos.
Como entidad social, el capital lleva una doble existencia: una existencia fenoménica como multiplicidad de unidades económicas independientes y una existencia esencial como capital social total, o sea, la suma de capitales en sus interrelaciones dinámicas. El capital social total se manifiesta exclusivamente a través de sus fragmentos individuales. Sin embargo, estos fragmentos son solo independientes entre sí y el capital social total en un sentido relativo, ya que su existencia presupone la de ambos (14). Imaginemos que el capital es un circuito electrónico, mientras que los fragmentos individuales son los nodos. Los nodos son una parte integral del circuito: sin ellos no hay circuito y viceversa. Cada nodo forma parte, y por lo tanto depende, de todo el circuito. Ahora, los nodos individuales pueden estar más cercanos o separados —o, en el caso del capital, este puede estar más o menos concentrado— pero no pueden existir fuera del circuito, fuera de la totalidad. Aplicar el mismo concepto al trabajo asalariado nos proporciona importantes revelaciones. Los trabajadores en una sociedad capitalista son “libres” con respecto a los capitales individuales a quienes venden su fuerza de trabajo, mientras que están atados al capital social total como sus accesorios. De hecho, la mera presencia del trabajo asalariado significa que hay competencia entre empresas porque esto supone unidades económicas con suficiente autonomía como para tomar decisiones independientes con respecto al empleo (15). La transferencia de los medios de producción a una sola entidad —que fue a lo que nos referimos anteriormente como “hiperconcentración” de capital— no ha extinguido la competencia dentro de Cuba. Simplemente ha cambiado la forma jurídico-legal de la propiedad privada de propiedad individual (privada) a propiedad estatal. Los medios de producción siguen siendo la propiedad de clase de la burguesía estatal y la no-propiedad de los trabajadores. Vamos a explicarlo en los términos de nuestra metáfora del circuito electrónico: la nacionalización de las empresas en Cuba ha acercado los nodos individuales en el circuito, es decir, los fragmentos del capital social total, pero el circuito como tal permanece intacto. Los detractores de la teoría del capitalismo de Estado y también algunos proponentes, como los cliffistas, tratan a Cuba y los demás países estatizados como una sola unidad productiva (16). La tesis de la “fábrica gigante” es atractiva en gran parte porque hace el análisis de estas sociedades más manejable al condensar varios fenómenos complejos en un solo objeto de estudio. Esto supone un monolitismo funcional en el que los elementos constitutivos de la totalidad social se comportan como partes de un todo armonioso e indiferenciado. Una examinación más exhaustiva por parte nuestra mostrará que esta suposición es completamente injustificada.
La competencia existe siempre y cuando la producción social total se fragmente funcionalmente en una pluralidad de empresas recíprocamente autónomas y competidoras. Hacen falta dos criterios para demostrar la relativa separación organizativa de las empresas, y solo puede ser relativa. El primero es la presencia de un mercado laboral. El segundo es el intercambio de productos entre dichas empresas en forma de dinero-mercancía (17). Se estableció anteriormente que las empresas en Cuba son empleadores independientes de la mano de obra. Pero también compiten entre sí en el sentido marxista, es decir, se enfrentan unas a otras como compradoras y vendedoras de mercancías. Sabemos que este es el caso porque sus productos son intercambiados por dinero en lugar de ser directamente apropiados y distribuidos físicamente. Un informe escrito por la CEPAL (la Comisión Económica para América Latina y el Caribe —una subdivisión regional de la ONU) sobre el estado de la economía de Cuba durante el Periodo Especial, antes de las reformas de mercado a fines de los años 90, encontró que,
las empresas del sector tradicional venden a precios regulados, reciben un tratamiento fiscal y arancelario con frecuencia preferencial y adquieren buena parte de sus insumos con subsidios, a fin de cubrir los déficit que surgen de vender a precios también subvencionados.
El informe continúa, “el productor de bienes comerciables opera en mercados internacionales o internos y no tiene obligación de adquirir los insumos en el mercado doméstico” (18). En otras palabras, las empresas cubanas producen bienes que luego venden en mercados domésticos y/o extranjeros; compran materias primas, así como bienes intermedios o semielaborados, las unas de otras y de empresas extranjeras; y finalmente, sus transacciones, ya sean escriturales o en efectivo, son transacciones de intercambio en las que el dinero funciona como medida de valor y medio de circulación. Se pudiese argumentar que estas transacciones son meras formalidades porque el Estado es dueño los medios de producción. Otra forma de reafirmar esta tesis sería que, aunque el proceso que acabamos de describir tiene la forma del intercambio de mercancías, su contenido es diferente, porque el marco legal de la propiedad estatizada impide que las empresas dentro de Cuba se comporten de manera autónoma. Sin embargo, esto plantea la pregunta de por qué los productos del trabajo humano tendrían que intercambiarse, o parecen ser intercambiados, por dinero en primer lugar. La respuesta, por supuesto, es que el gobierno depende de la rentabilidad de la economía en su conjunto, por lo tanto, este obliga a las empresas a ser responsables de sus propias finanzas, lo que las convierte en unidades independientes con intereses económicos contrapuestos. Los partidarios de las teorías “socialistas” y “NS-NC” también niegan que exista competencia dentro de Cuba porque el Estado permite la operación de empresas no rentables. Si bien es común que los Estados respalden a las empresas nativas —incluso industrias enteras— al absorber sus pérdidas, nada sobre este arreglo es incompatible con la existencia de la competencia e intercambio de mercancías. La versión idealizada del capitalismo como un mercado puramente libre con solo la más mínima interferencia por parte del Estado, que estas personas utilizan como estándar para comparación, existe nada más que en los libros. También contradice la experiencia del capitalismo durante el último siglo y medio, la que está repleta de ejemplos de la distorsión estatal de la operación “normal” de los mercados. De hecho, lo más inusual sobre la especie de capitalismo que se ha establecido en Cuba es que las pérdidas y las ganancias todas revierten al Estado, donde se redistribuye el saldo entre las diferentes ramas. En el proceso, muchos sectores y empresas no viables se mantienen a flote artificialmente. Sin embargo, los planificadores centrales solo pueden tolerar la insolvencia hasta cierto punto. No tienen carta blanca para reasignar el dinero como les dé la gana, al menos no indefinidamente, ya que esto reduciría la cantidad de dinero total disponible para la formación de capital y socavaría la competitividad de Cuba en el mercado mundial. Se pudiese decir lo mismo sobre los precios de las mercancías en Cuba, ya que estos deben reflejar los precios mundiales de las mercancías, o les costarán dinero al Estado cubano al alejarse mucho o por demasiado tiempo. En resumen, los mismos mecanismos que movilizan mano de obra y capital, de acuerdo con los requisitos de la valorización en los países capitalistas tradicionales, también hacen su aparición bajo el capitalismo de Estado, aunque de forma muy distorsionada. En lugar de eliminar por completo estos mecanismos, la competencia mundial obliga al Estado a introducir mecanismos propios para intentar hacer de manera consciente (y menos eficiente) lo que el mercado hace inconscientemente (19).
La acumulación de capital, o reproducción ampliada de los medios de producción, es el único objetivo de la producción en el capitalismo. Esto es porque, como explicó Marx,
el desarrollo de la producción capitalista convierte en ley de necesidad el incremento constante del capital invertido en una empresa industrial… obliga [al capitalista] a expandir constantemente su capital para conservarlo, y no tiene más medio de expandirlo que la acumulación progresiva(20).
En El Capital, Marx dio la fórmula de la reproducción capitalista: c + v + pl, donde c representa el capital constante o el capital físico, v es capital variable o salarios, y pl es plusvalía o ganancia (21). La masa de la plusvalía se puede dividir en dos partes, una destinada al consumo capitalista y otra destinada a la acumulación. Hagamos referencia a estas como k (fondo de consumo capitalista) y a (fondo de acumulación) respectivamente, de modo que la masa de plusvalor PL = k + a. En el capitalismo, el crecimiento de c depende directamente de la cantidad de a, mientras que v no aumenta, excepto en la medida en que se hace necesario emplear mano de obra adicional para poner a andar una masa ampliada de capital, c. Por el contrario, en una sociedad socialista, el crecimiento de c dependería completamente de las necesidades de v, los requisitos reproductivos de la población, mientras que PL y sus componentes k y a estarían disponibles para quienes los necesitaran en forma de productos adicionales listos para el consumo (22). En Cuba, como en todos los demás países capitalistas-estatales, cualquier aumento en el fondo laboral que mantiene a toda la clase trabajadora, v, depende directamente de la expansión de c, la masa de los medios de producción, y el fondo de acumulación, a, que alimenta su crecimiento (23). La nacionalización de las industrias no elimina el capital ni su acumulación. Más bien, acelera lo que ya son tendencias innatas del proceso de acumulación de capital: 1) la concentración de capital, lo que Marx llamó “expropiación de unos capitalistas por otros”; y 2) la “socialización” de la producción, o sea, la tendencia de las diversas ramas de industria a volverse interdependientes (24). Ambas sirven para aumentar la productividad del trabajo —es decir, el ritmo al que se chupa la plusvalía de la clase trabajadora— al elevar la composición orgánica del capital (proporción de c a v). La nacionalización de las industrias logra esto concentrando el capital en empresas más grandes y eficientes debido a las economías de escala, dinámica que reduce el costo de producción por unidad a medida que se expande la producción industrial. Por otro lado, la socialización de la producción armoniza las diferentes ramas de la industria, minimizando los “cuellos de botella”, o sea, desequilibrios en la producción a lo largo de cada “eslabón” en la cadena de producción. En resumen, el objetivo de la producción en Cuba sigue siendo la acumulación de capital mediante las ganancias. El monopolio legal ejercido por el Estado cubano sobre los instrumentos de trabajo no ha cambiado en lo absoluto la organización social de la producción porque, «el derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica de la sociedad” (25).
Los líderes del gobierno que llegó al poder en el 59 eran optimistas, por lo menos al principio, en cuanto a que Cuba sería capaz de librarse de su dependencia del azúcar y diversificar su economía. Pusieron a Marx de cabeza, argumentando que, para construir el socialismo, sería necesario desarrollar la base económica de Cuba —o sea, acumular capital a un ritmo acelerado sometiendo a los trabajadores a una explotación intensificada. El bloqueo económico norteamericano contra Cuba creó una escasez de bienes de consumo básicos y repuestos para la maquinaria existente, la mayoría de las cuales eran provenientes de los Estados Unidos. Como no había una fuente alternativa de piezas de repuesto, el nuevo gobierno recurrió a la otra gran potencia imperialista, la Unión Soviética, para obtener asistencia económica, la que le fue proporcionada de inmediato. Los rusos enviaron máquinas a Cuba, pero la industrialización pronto chocó con algunos problemas de índole técnica: la “tecnología intermedia” producida en la URSS y sus satélites era torpe e ineficiente, además de incompatible con gran parte del equipo ya existente en la isla. Cuba tendría que importar máquinas más modernas de Europa occidental o Japón. Sin embargo, estas solo podían comprarse con dólares, y la forma más rápida y confiable de obtener dólares era exportando azúcar. Además, a pesar de haber recibido bastante ayuda de los rusos, Cuba aún tenía que pagar la masiva factura de importación que había acumulado. Esto, también, solo podría hacerlo vendiendo azúcar (26). El mismo proceso que llevó al Estado cubano a comprometerse, por así decirlo, a la producción azucarera como principal fuente de ingresos en años anteriores, culminó hacia finales de la década de los 60 en la campaña para cosechar diez millones de toneladas de azúcar. Los rusos le proporcionaron a Cuba un mercado garantizado para toda su producción azucarera, tal como lo había hecho Estados Unidos hasta 1960 (el año en que el bloqueo económico entró en vigor) según los términos del Tratado de Reciprocidad de 1902 (27). Cuba, debido a que es una economía de exportación única, siempre ha dependido de un patrocinador imperialista con un mercado doméstico mucho más grande para absorber su producción. Los norteamericanos habían desempeñado ese papel antes de 1960, y ahora le tocaría a la Unión Soviética. En ambos casos, el precio político que pagó Cuba fue oneroso. Los norteamericanos exigieron una base naval en territorio soberano cubano y el derecho a intervenir militarmente para defender sus intereses económicos, mientras que los rusos exigían que Cuba sirviera como peón suyo en varios conflictos armados a través de todo el mundo. En 1966, Cuba negoció un lucrativo acuerdo comercial con la Unión Soviética para venderle cinco millones de toneladas de azúcar a precios por encima del mercado en los años 1968-69, pero la producción total no alcanzó la cuota, produciendo solo un promedio 3,7 millones de toneladas en cada año. A pesar de este fracaso, los nuevos mandatarios seguían determinados a transformar a Cuba en una potencia industrial, y fijaron la mira en un objetivo aún más ambicioso, concebido como una panacea para los problemas económicos del país: Cuba desafiaría las leyes de la naturaleza y la economía triplicando su producción en el espacio de un solo año, con una cosecha de azúcar de diez millones de toneladas. Los rusos comprarían los 5 millones de toneladas al precio estipulado por su acuerdo comercial con Cuba, y otros 2 millones se venderían en el mercado mundial a la tarifa promedio, mientras que los 3 millones restantes se venderían a consumidores y empresas en los mercados domésticos. El Estado cubano, asistido en gran parte por el Partido y sus apéndices sindicales, lanzó una campaña estilo militar movilizando al país entero para cumplir la meta de producción. Sus esfuerzos finalmente resultaron infructuosos, y la desorganización que causó la campaña en los demás sectores de la economía tuvo efectos duraderos de los cuales, se puede argumentar, Cuba aún no se ha recuperado. Al final, todos los planes para industrializar a Cuba a una velocidad vertiginosa, tal como lo hizo Stalin con Rusia en los dos primeros planes quinquenales, fueron saboteados por las realidades económicas del período posterior al golpe del 59. Cuba dejó de ser colonia azucarera de los norteamericanos, para convertirse en vasallo de la Unión Soviética (28).
Las reformas agrarias han sido promovidas como pieza central del proyecto “socialista” en Cuba. Sin embargo, en realidad sirvieron como forma de acumulación capitalista primitiva, transformando al campesinado en una clase de trabajadores agrícolas asalariados. Los paralelismos entre este proceso y la supuesta “acumulación socialista primitiva” en la Rusia de Stalin, lo que conduciría al disparate de la “producción mercantil socialista”, son dignos de mención. Las granjas estatales creadas en Cuba por la consolidación de las tierras de los campesinos, o mediante la división de las grandes haciendas, operan en la actualidad como granjas comerciales. Quienes trabajan en estas empresas capitalistas glorificadas, cínicamente bautizadas como “granjas del pueblo”, reciben su salario como fracción minúscula del rendimiento total del cultivo, v, que apenas es suficiente para mantenerlos vivos, mientras que el Estado capitalista vende el exceso del producto, pl, en los mercados nacionales, obteniendo así su ganancia (29). La estructura gerencial vertical de estas empresas, enraizada en la propiedad estatizada, y la falta de control sobre la distribución del producto que resulta de ella es reconocida por el Estado como un gran desincentivo a la productividad, sin embargo, no podría ser de otra manera (30). Cualquier medida de control auténtico sobre la economía ejercida por los productores directos amenaza, no solo el ritmo de la acumulación de capital, sino también la integridad funcional del sistema político cubano, que se basa en un militarismo aplastante, y por lo tanto no puede tolerarse. Los agricultores privados se incorporan al nexo de la producción de plusvalía como pequeños productores con derechos de usufructuarios (pero no propietarios) a la tierra. Sin embargo, en la práctica, estos no disponen libremente del producto de su trabajo, sino que tienen que venderlo al Estado a través de sus centros de acopio a precios fijos, participando en lo que equivale a trabajo a destajo (31). Por inusual que parezca, su situación tipifica la del obrero cubano: sometido a una explotación despiadada, que no conoce límites, ni siquiera los de la fisiología humana; completamente inmovilizado y privado de toda autonomía por una maquinaria estatal omnipresente; vigilado en todo momento por la policía, los CDR (Comités de Defensa de la Revolución) y en el lugar de trabajo por los sindicatos, quienes además desempeñan una función organizativa en el capitalismo estatal cubano; sin derecho de organización ni de palabra; a la merced de los caprichos de la burguesía estatal; etc. La clase trabajadora no está tan dominada en ningún otro país como en Cuba, algo que el gobierno cubano promueve inequívocamente como gran atracción para sus socios potenciales en empresas conjuntas. Un estudio del Instituto Brookings, un grupo de expertos capitalistas, remarcó que, aunque “la Confederación de Trabajadores Cubanos y las células del Partido Comunista están incrustadas dentro de las empresas… estas organizaciones generalmente se alinean con los objetivos de producción de la empresa y sus agencias estatales asociadas”, y, por lo tanto, “la administración no necesita preocuparse de huelgas militantes o paros laborales” (32). La naturaleza profundamente reaccionaria de los sindicatos deriva precisamente del papel que desempeñan dentro del capitalismo como reguladores de la compraventa de la fuerza de trabajo. Están interesados en mantener el sistema de trabajo asalariado porque su existencia depende de ello. Esto les ha permitido integrarse al Estado capitalista como órganos auxiliares, un proceso que alcanza su más alta expresión en los países capitalistas-estatales como Cuba (33). Pero a diferencia de los demás países capitalistas, los sindicatos cubanos ni siquiera fingen representar a los trabajadores o negociar con los empleadores en su nombre. Son órganos transparentemente estatales encargados de imponer la disciplina laboral y aumentar la producción (34).
Todas las medidas emprendidas por el gobierno cubano desde 1959, y citadas con aprobación por la burguesía estatal y sus partidarios, tanto internos como externos, como evidencia concreta de su carácter “revolucionario” y “obrero”, tuvieron motivos ocultos y fueron implementadas con el objetivo de reforzar el capitalismo en la isla. Quizás el máximo ejemplo, y el que mejor ilustra este punto, es la exitosa campaña que lanzó el gobierno cubano para erradicar el analfabetismo. Este es uno de los legados perdurables del capitalismo estatal cubano y algo a lo que el gobierno ha recurrido una y otra vez para justificar su existencia desde un punto de vista moral. Cuba, dicen ellos, era un país atrasado con una economía subdesarrollada, atrapado en una relación parasitaria con su vecino del norte, pero la revolución le ha dado su independencia y la ha convertido en la envidia de toda América Latina. Lo que estas personas no ven, o no quieren ver, es que todos los logros de la supuesta “revolución” fueron medidas categóricamente capitalistas. Su propósito nunca fue mejorar el nivel de vida del obrero cubano, sino acrecentar el capital nacional cubano, logrando así una mayor tasa de explotación (proporción de pl a v) a través de la mejor utilización de la tecnología ya en existencia. Al empeorar las relaciones con los Estados Unidos, Cuba decidió alinearse con la Unión Soviética, y el país subsecuentemente sufrió una hemorragia de mano de obra calificada que necesitaría para desarrollar la economía. Los envíos de maquinaria y materias primas de la Unión Soviética, que fueron bastante generosos, se acumulaban en los muelles, ya que Cuba no tenía ni el personal para operarlos ni edificios en donde almacenarlos (35). Para industrializarse y poder así competir globalmente, Cuba necesitaría convertir su población rural analfabeta en una fuerza de trabajo capaz de generar plusvalía para el Estado. Cuba tropezó con barreras insalvables al intentar industrializarse, pero quedó una mano de obra altamente calificada como producto residual de este proceso abortado. En los últimos años, las exportaciones de capital humano se han convertido en la principal fuente de ingresos —reemplazando a la producción azucarera, que colapsó tras la caída de la Unión Soviética debido a la pérdida de un mercado garantizado— con el turismo y las remesas del extranjero tomando el segundo y tercer lugar respectivamente. Por ejemplo, Brasil le paga al Estado cubano $4.000 al mes por cada médico enviado en “misión internacionalista”. Estos médicos se ganan un promedio de $400 mensuales en salarios (36). La diferencia es apropiada por el gobierno como plusvalía para financiar el gasto militar y el consumo de lujo de la burguesía estatal, o se reinvierte en proyectos comerciales lucrativos, muchos de ellos junto con capitalistas extranjeros. Incluso su sistema de salud “socialista”, considerado por muchos como su mayor logro, sirve a las necesidades acumulativas del capital cubano. Para el capital, un sistema de salud estatal sería preferible a un sistema privado o de pagadores múltiples, tal como el que existe en los Estados Unidos, ya que este le permite a toda la clase capitalista reunir el dinero para cubrir el costo de reproducir la fuerza de trabajo, lo que también incluye la salud, en lugar de tener que asumirlo individualmente. Además, como les permite a los trabajadores ver a un médico con mayor frecuencia, y en adición le brinda acceso al cuidado preventivo, también reduce dichos costos a largo plazo, sin mencionar las horas de trabajo desperdiciadas debido a las enfermedades (37). En resumen, se trata de moldear al trabajador de acuerdo con los requisitos de la reproducción ampliada y minimizar el costo de sus necesidades para generar más plusvalía aún.
La economía capitalista, ya sea esta privada o estatal, exige un crecimiento económico sin fin, lo que, sin embargo, solo puede obtenerse mediante un aumento en la tasa de explotación o una reducción en el consumo de la clase trabajadora. La burguesía estatal en Cuba ha experimentado con ambas estrategias, con resultados desastrosos para los trabajadores, quienes han visto su nivel de vida absolutamente diezmado en las últimas seis décadas. Los disidentes de derecha y los activistas izquierdistas, tanto en la isla como en el exterior, han planteado sus soluciones, algunas más dignas de discusión que otras, pero todas adolecen del mismo defecto: no cuestionan de ninguna manera las bases de la sociedad capitalista. El consenso general en la derecha es que el aparato de comando hay que desmantelarlo a favor de un sistema de libre comercio y las propiedades estatales subastadas a empresas o personas particulares. Sin embargo, hay mucho menos acuerdo con respecto a la rapidez con la que se debe proceder con la desnacionalización (se supone que las experiencias de Rusia y los países del antiguo bloque soviético hayan servido como advertencia contra los peligros de la “privatización imprudente”) y qué programas sociales se salvarán de la guillotina. Las propuestas provenientes de la izquierda varían de la “autogestión” al estilo yugoslavo, en la que empresas operadas por trabajadores compiten en una economía de mercado, a un capitalismo de Estado “democratizado” (38). De hecho, una de las críticas más frecuentes en la izquierda hacia el castro-estalinismo es que este excluye injustamente a todos, con la excepción de un puñado de personas, de la toma de decisiones. Es decir, es autoritario y antidemocrático. Sin embargo, esta crítica confunde los síntomas con la enfermedad. El carácter rígido y jerárquico de la economía cubana es un efecto secundario de la propiedad estatizada. Su transformación en propiedad privada individual o descentralización a través de medios legalistas no alteraría su contenido en lo más mínimo. Lo único que cambiaría en esa instancia sería la forma institucional específica del capitalismo. En realidad, todas las soluciones propuestas equivalen a poco más que modificaciones superficiales del sistema actual, mientras que sus pilares esenciales —el trabajo asalariado y la acumulación de capital— permanecen firmemente en su lugar. Es revelador que todos los factores citados como razones para emprender tales cambios —por ejemplo, mejorar la calidad de la retroalimentación, eliminar el desperdicio, aumentar la productividad, racionalizar las empresas, etc.— derivan del imperativo estructural de acrecentar el capital nacional. A fin de cuentas, el dualismo izquierda-derecha no representa más que diferentes alternativas para manejar el capitalismo. La clase trabajadora ha de rechazar este paradigma en su totalidad, colocando la abolición inmediata del trabajo asalariado y el intercambio de mercancías en la agenda, primero a escala nacional, luego a escala internacional. Esto requiere que los explotados en Cuba y en todos los demás países se organicen como clase para derribar al Estado capitalista, acabando de una vez por todas con esta maquinaria represiva, y al mismo tiempo que establezcan su propia estructura de poder basada en los consejos obreros: comités de delegados democráticamente elegidos y en cada momento revocables. Estos órganos se harán responsables por expropiar el capital, llevar a cabo la planificación económica, y supervisar la extensión del sector económico “socializado” —o sea, aquel que produce estrictamente para uso— a todas las actividades productivas. Estas son las tareas por adelante, y en Cuba, como en todas partes, solo la clase trabajadora puede llevarlas a término. La supresión del sistema capitalista, cualquiera que sea su disfraz, es la condición indispensable para la plena emancipación de la humanidad y su renacimiento como una auténtica comunidad.
Emanuel Santos
Traducción: Vamos hacia la vida
Notas:
(1) Grandizo Munis, “Pro Segundo Manifiesto Comunista”, en Teoría y Práctica de la Lucha de Clases, P. 13.
(2) Samuel Farber (2011) Cuba Since the Revolution of 1959. Chicago: Haymarket. P. 18-19.
(3) Federico Engels (2009) Socialism: Scientific and Utopian. New York City: Cosimo Inc. P. 67.
(4) Rene Dumont (1970) Cuba: Socialism and Development. New York City: Grove Press. P. 110.
(5) Ibid., P. 111-113.
(6) Farber, op. cit., P. 55-56.
(7) Constitución de la República de Cuba. Capítulo VII – Derechos, Deberes y Garantías Fundamentales, artículo 45.
(8) Código de Trabajo de Cuba, Capítulo VI – Disciplina Laboral, sección III, artículos 158-159.
(9) Ibid., Capítulo II – Contrato de Trabajo, sección XII, artículo 61.
(10) Nancy A. Quiñones Chang, “Cuba’s Insertion in the International Economy Since 1990”, en (2013) Cuban Economists on the Cuban Economy. Gainesville: University Press of Florida. P. 91.
(11) Paul Sweezy (1942) The Theory of Capitalist Development. New York City: Monthly Review Press, 1942. P. 52-54.
(12) Ha-Joon Chang (2008) Bad Samaritans: The Myth of Free Trade and the Secret History of Capitalism. New York City: Bloomsbury Press. P. 14-15.
(13) OECD, General Government Spending: Total, % of GDP, 1970-2014.
(14) Karl Marx (1990) Capital, vol. 2. London: Penguin Classics. P. 427.
(15) Paresh Chattopadhyay (1994) The Marxian Concept of Capital and the Soviet Experience. Westport: Praeger Publishers. P. 18-20.
(16) Peter Binns & Mike Gonzales, “Cuba, Castro and Socialism”, en “International Socialism” 2:8 (Spring 1980).
(17) Chattopadhyay, op. cit., P. 54-55.
(18) CEPAL (2000) La Economía Cubana: Reformas Estructurales y Desempeño en los Noventa, 2nd ed. Mexico City: Economic Culture Fund. P. 205-206.
(19) Adam Buick and John Crump (1986) State Capitalism: The Wages System under New Management. New York City: St. Martin’s Press. P. 80-93.
(20) Karl Marx (1990) Capital, vol. 1. London: Penguin Classics. P. 739.
(21) Para aclarar, la plusvalía y el lucro no son lo mismo. Pero este último deriva de la plusvalía, y para el propósito de nuestra investigación juegan la misma función. Por lo tanto, podemos hablar de ellos como si fuesen intercambiables.
(22) Grandizo Munis, “Partido-Estado, Stalinismo, Revolución” en Revolución y Contrarrevolución en Rusia, P. 78-80.
(23) Esto solo pretende ser ilustrativo, ya que la ley del valor no funcionará bajo el socialismo y el valor de cambio no existirá en lo absoluto.
(24) Karl Marx, ibid., P. 929-30.
(25) Karl Marx (2008) Critique of the Gotha Program. Rockville: Wildside Press. P. 26.
(26) Richard Gott (2005) Cuba: A New History. New Haven: Yale University Press. P. 186-188.
(27) United States Tariff Commission (1929) The Effects of the Cuban Reciprocity Treaty of 1902. Washington: US Govt. Printing Office. P. 66-67.
(28) Gott, op. cit., P. 240-243.
(29) Estas fueron renombradas Unidades Básicas de Producción Cooperativa tras la reestructuración del capital productivo en el sector agrícola en 1993. Sin embargo, su organización interna y su manera básica de operación son las mismas.
(30) Dumont, op. cit., P. 51-52.
(31) Ibid., P. 80-85.
(32) Richard E. Feinberg (2012) The New Cuban Economy: What Roles for Foreign Investment? Washington DC: Brookings Institution. P. 58.
(33) Grandizo Munis, “Los Sindicatos Contra la Revolución”, en Internacionalismo, Sindicatos, Organización de Clase, P. 85-86.
(34) Farber, op. cit., P. 138-139.
(35) Dumont, op. cit., P. 77.
(36) Martin Carnoy, “Cuba’s Biggest Export is Teachers, Doctors – Not Revolution”, “Reuters”, Diciembre 24, 2014.
(37) Para un análisis más profundo del sistema de salud Estadounidense, véase el artículo de Red Hughs, “Capital’s Health Dilemma”, en la primera edición de la revista “Intransigence”.
(38) Pedro Campos Santos, “Cuba Necesita un Socialismo Participativo y Democrático. Propuestas Programáticas”, “Cubaencuentro”, Agosto 24, 2008.
sis más profundo del sistema de salud Estadounidense, véase el artículo de Red Hughs, “Capital’s Health Dilemma”, en la primera edición de la revista “Intransigence”.
(38) Pedro Campos Santos, “Cuba Necesita un Socialismo Participativo y Democrático. Propuestas Programáticas”, “Cubaencuentro”, Agosto 24, 2008.
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