Peru y la decadencia del capitalismo

El caso peruano es un ejemplo puntual de lo que Bujarin denominó "equilibrio inestable con signo negativo", el cual caracteriza el estado que padece actualmente la sociedad capitalista mundial. Perú es, efectivamente, un caso extremo en que la relación del capital y del Poder con las clases productivas y subordinadas se modifica de tal manera que la FT se ve obligada a producir más y más y a recibir cada vez menos. Incluso en términos ambientales y biológicos, el capital, al insertarse vorazmente - con sus secuelas de marginamiento, explosión demográfica, uso irracional del suelo y de los recursos naturales - provoca una presión insatisfecha por alimentos y medios de vida, seguida de un inmenso desastre: la desertización del territorio, el desencadenamiento de fuertes desequilibrios en la distribución y el crecimiento de la población, la concentración anti-natural del 70% de la población del país en la ciudad capital (Lima), suscitando la polarización demográfica y territorial entre las áreas urbanas hiperconcentradas y las poblaciones rurales dispersas y supermarginadas, ambas forzadas a vivir en dos sub-sociedades segregadas que demandan cada vez más energía y medios de vida en un territorio exhausto. El desplazamiento de la crisis desde las zonas céntricas del capitalismo - la globalización - ha impuesto tales modificaciones en las relaciones entre las clases y en el empleo de las fuerzas productivas disponibles que el aparato económico dista cada vez más de cubrir las más elementales necesidades, cuyo crecimiento prosigue a ritmo incesante. En los últimos 10 años, las relaciones de clase se han reestructurado de forma que la fuerza de trabajo y la naturaleza soportan hoy un tratamiento crecientemente desventajoso y expoliador, con un balance de signo negativo. Después de las alteraciones producidas en las organización socio-económico por los gobiernos de los generales populistas de "izquierda" entre el fin de la década de los 60's y a través de los años 70's - caracterizados por las concesiones a los trabajadores y la emergencia de una nueva pequeña burguesía - y las sucesivas sublevaciones armadas de las sectas izquierdistas en los años 80's que atacaron las estructuras de soporte de los grupos de poder tradicionales, la burguesía, a través de la tiranía fujimorista, ha forzado un nuevo equilibrio entre el capital y las clases subalternas a expensas de éstas últimas. Distinguido por un populismo cesarista de "derecha", el balance de su administración no puede ser más halagüeño para la burguesía: todas las condiciones para que el capital centralice en sus manos el excedente social - y, especialmente, la supresión de las concesiones del capitalismo de Estado - han sido cumplidas.

El ingreso de Fujimori al gobierno se ha realizado en el periodo más agudo de la crisis de los partidos institucionales (particularmente de la Alianza Popular Revolucionaria Americana fundada por V. R. Haya de la Torre en los años 30). En este aspecto, su elevación presenta grandes analogías con la de otros estadistas sudamericanos en los últimos tres lustros. En efecto, la bancarrota y deslegitimación de los partidos como factores de congregación de masas, de creación de consenso y de integración de los movimientos sociales, ha coincidido con el ascenso de toda suerte de aventureros políticos que pretendían suplir las necesidades de gobernabilidad de la burguesía. Gracias a estar libres de todo control y disciplina partidista, los nuevos grupos no tuvieron ninguna dificultad para hacer de la gestión del poder una cuestión de provecho propio. Con ellos, ha nacido también un mercado de gendarmes y de especialistas en muertes, cuya oportunidad de obtener cargos dependía de su capacidad para calcular sus posibilidades de ejercer la fuerza en un periodo en el que el éxito de los hombres de Estado era proporcional a su habilidad como verdugos. En esta atmósfera viciada y de desinstitucionalización, en la que, dado que los métodos normales o democráticos carecen de eficacia, reina una gran confusión acerca de cuáles son las instancias estatales y el sistema legal cede a la razón de Estado, se establece el imperio de la policía política y los gobernantes burgueses toman prestados del sistema mafioso los modelos de ejercicio del poder. Es aquí donde personajes siniestros e inescrupulosos ascienden a la mayor estatura. Vladimiro Ilich Montesinos, el asesor de seguridad del gobierno Fujimori, es uno de ellos. Su biografía es comparable en algunos aspectos a la ya clásica de Fouchè. Al igual que aquél, ha conseguido sobrevivir al cambio de tres regímenes políticos, ascendiendo y cayendo sucesivamente con ellos: ha entrado obscuramente en la historia durante la revolución militar de Juan Velasco Alvarado, ha prestado sus habilidades policíacas bajo la República democrática tras el regreso de Belaúnde Terry y el debut de Alan García y ha reinado detrás del trono erigido por el tirano Fujimori. Los crímenes y depredaciones que se le imputan son, ciertamente, crueles y numerosos, pero no son suficientes para ocultar y lavar los pecados en que ha incurrido la hipócrita burguesía al encargarlo de la defensa de su régimen.

Por mucho tiempo bajo la sombra del tirano, los cálculos políticos de la burguesía han tenido, en efecto, como criterio de base un raciocinio maquiavélico. Ante la necesidad de concentrar la riqueza y afrontar la debacle institucional a que la enfrentaba el desgaste de los viejos modelos de dominio, la burguesía debía efectuar una tarea compleja. Primero, despojar a los sectores superiores de las clases subalternas de un estatus que consideraban inviolable y adquirido para siempre, introduciendo innovaciones en la sociedad que destruían sus costumbres y formas de vida tradicionales; segundo, reencausar el intercambio político dentro de las reglas del juego impuestas por un sistema político más centralizado en el ejecutivo y más estrechamente coordinado con la oligarquía financiera. La implantación de un clima de terror que convirtiera a los nuevos estatutos buscados por la burguesía en una sólida experiencia, a la que nadie osara poner en duda, era el medio para llegar a sus objetivos. De un lado, debía imponer nuevas costumbres y, del otro, conjurar cualquier resistencia. Por su parte, los súbditos debían aprende a medir el valor de su obediencia en proporción a la fuerza de sus amos.

Para mantener su prestigio, en medio de los ríos de sangre y la persecución mortal que debía desatarse, la burguesía entendió pronto la conveniencia de abstenerse de actuar directamente. Necesitaba, en suma, crear un monstruo al cual encargar de esta tarea y, a su sombra, llevar a cabo, bajo una aparente responsabilidad ajena, las reformas que se proponía alcanzar. Esta operación le ha reportado inocultables ventajas: al final de la tiranía, sus reglas se han convertido en costumbres y todo el desprestigio y el odio que ha generado su instauración ha recaído sobre la persona de Fujimori y sus lugartenientes, muriendo con ellos. En efecto, creyendo mejorar, las masas estarán contentas de cambiar de amos. De este modo, se ha conseguido de nuevo que la fuerza de los movimientos sociales de los trabajadores abandone el terreno de la lucha de clases y sea absorbida por la contienda política interburguesa. Y una vez en el terreno de la democracia, de la institucionalización burguesa, las masas se polarizarán de nuevo en torno a los modelos de gestión económica y política que dividen a la burguesía.

Independientemente de la suerte particular del binomio Fujimori-Montesinos, el balance muestra claramente que la burguesía se ha salido de nuevo con la suya. La tiranía ha conseguido establecer, hasta ahora exitosamente, un nuevo equilibrio entre las clases sobre una base inferior, en detrimento de los trabajadores. Aquí, los síntomas de decadencia son visibles. Países como Perú, Ecuador, Colombia son, así, una proyección anticipada del futuro que espera a una sociedad sumida en la crisis, futuro al que se aproxima cada vez más el movimiento de signo negativo emprendido por el capitalismo en todo el mundo.

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