La izquierda burguesa latinoamericana y el imperialismo

Introducción - La reacción dentro de la revolución

Pese a que se cuenta, dentro de una continua y amplia lucha social, un considerable número de grandes despliegues insurreccionales y rebeliones exitosas de las masas, el balance de los últimos setenta años de actividad política de los partidos socialdemócratas y estalinistas deja en claro que en América Latina la llamada "oligarquía" no es la única fuerza que conspira contra el proletariado. A la tragedia que su dominación ha impuesto se añade hoy la ridícula comedia que escenifica la izquierda tanto como partido democrático en concurrencia por el gobierno, cuanto como corriente dirigente al interior del movimiento de los trabajadores.

En general, puede decirse que el largo siglo de luchas sociales, guerras y revoluciones que acaba de pasar ha terminado poniendo en evidencia la transmutación del movimiento socialista en un movimiento capitalista. En lugar de la lucha por la revolución total anunciada por Marx y Engels en el "Manifiesto Comunista", el movimiento "socialista" y "nacional-comunista" (estalinismo) del siglo XX ha descubierto vías inéditas de dominio o ha consolidado las opresivas estructuras preexistentes. Ha demostrado más interés y celo en conformarse a la sociedad burguesa que en transformarla; ha prestado caso omiso o relegado a un segundo plano el contenido emancipatorio del programa comunista, poniendo en primer plano las formas y prácticas parlamentarias y sindicales de adaptación al capitalismo. En lugar de concentrar todo su empeño en la educación y preparación revolucionaria de las masas, en lugar de fomentar organizaciones que tendieran a la realización de la unidad del proletariado en función de su lucha de clase autónoma contra el orden establecido para vencer la fuerza organizada de la burguesía, en lugar de potencializar la capacidad de la clase para adelantar la lucha por el derrocamiento de la relaciones de producción y de poder que garantizan su subordinación al Estado y a la burguesía y asumir la gestión de la sociedad en todos los niveles de importancia decisiva después del asalto del poder, según una nueva racionalidad extraña y antagónica a todas las creaciones materiales y espirituales del capitalismo, el presunto movimiento de "oposición al establishment" hizo todo lo que estuvo a su alcance para persuadirse a sí mismo acerca de la "irracionalidad" de sus premisas críticas y del carácter utópico y absurdo de sus postulados originales, hasta abrazar finalmente todos los dogmas del capitalismo.

Lo primero que salta a la vista es que la larga lista de partidos "socialistas" y "comunistas" que desfila en el curso de la historia de Latino América desde principios del siglo XX - y, particularmente, los PC fundados tras la conformación de la Tercera Internacional - hasta nuestros días han reemplazando la lucha de clases, así como la simple defensa de los intereses obreros al interior del capitalismo, por el esfuerzo encaminado a articular el movimiento de masas alrededor de una estrategia burguesa y pequeño burguesa de liberación nacional y, por ello mismo, han terminado abrazando el credo nacionalista "revolucionario" y democrático. Mientras el movimiento obrero y campesino fue - y es - usado como carne de cañón de un programa nacionalista, las organizaciones de los trabajadores han sido - y son - supeditadas a los frentes unidos interclasistas. De este modo, en la visión de los partidos políticamente hegemónicos de la izquierda, las tareas socialistas y las necesidades obreras, las cuales debían ser realizadas por la "revolución" en curso, han quedado sujetas a las tareas democrático-burguesas. (1)

En la concepción y la práctica de la izquierda - cuya ideología se resume muy bien en el predominio de la perspectiva socialdemócrata y stalinista - el partido no se considera como una parte del proletariado unida a la totalidad de la clase tanto por su objetiva posición común frente al capital cuanto por su perspectiva de conjunto respecto del movimiento histórico descrito por la lucha anticapitalista, sino como una estructura nacional independiente, existente en cuanto mera aglomeración de ciudadanos de diverso origen social ligados entre sí sólo por una vaga afinidad ideológica, para la cual la realidad directa, verdadera y decisiva no es la clase - en su situación dada y en vista de sus intereses inmediatos e históricos - sino el Estado y los mecanismos constitucionales con vistas a la promoción de grupos de intereses específicos al interior de la sociedad burguesa. En esta visión el partido era, pues:

un montón de compromisos, masas heterogéneas, que por eso se burocratizaban muy rápido y también rápidamente dejaban que se formaran en su interior aristocracias de funcionarios y subfuncionarios. (2)

Mientras el partido no represente la pura expresión de la lucha de clases, de la revolución, la superación de la sociedad burguesa, según lo había indicado ya la Izquierda Comunista en los años veinte, la organización existe, en sí misma, como fin y no como medio para la emancipación del trabajo; no como expresión del principio vital del proletariado revolucionario, del dinamismo propio de una clase que atraviesa, en virtud del desarrollo capitalista y sus contradicciones, un largo, penoso y cambiante proceso histórico hacia su unidad revolucionaria, sino como una organización dotada de sus propios mecanismos, intereses y metas, fijada como realidad extrínseca y simple dato material frente a la clase. La supuesta "unidad" del proletariado, conseguida con la emergencia de esas organizaciones, no era la unidad activa de la clase, realizada mediante la crítica teórico-práctica continua de los peldaños de desarrollo provisoriamente alcanzados por el capitalismo, sino la unidad burocrática, acartonada, desprovista para siempre de razón interna de ser. El partido comunista no era aquí la expresión política organizada del proceso de constitución del proletariado en clase, del desarrollo de su conciencia y de su fuerza hacia la revolución - hasta transformarse en dictadura - sino una política de adaptación del movimiento obrero al capitalismo, donde el partido mismo estaba simplemente en oposición a la sociedad burguesa y no encarnaba en los hechos su negación determinada. No puede sorprender a nadie, por tanto, que mientras el movimiento de los trabajadores ha permanecido limitado a las particularidades nacionales y a la suerte de estructuras rígidamente superpuestas a la clase, su existencia y acción - algunos de cuyos aspectos abordaremos en el presente análisis - sólo se han dado en cuanto las exigencias de la acumulación de capital justificaban ante los intereses locales de la burguesía las condiciones de reproducción y adaptación social y cultural de los estratos de la clase trabajadora que se habían hecho política y corporativamente fuertes dentro de la sociedad capitalista. (3)

Sin embargo, no hay motivo alguno para asombrarse por encontrar demasiadas analogías entre las estructuras que presenta la supuesta "oposición" a la sociedad burguesa y los rasgos que definen a la reacción. Debido a la inercia de las organizaciones en el capitalismo, el avance y consolidación de los partidos obreros "socialistas" en medio de la democracia y de sus rutinarias prácticas transferencistas y disgregadoras, ha llevado consigo, por regla, a lo largo de la era del capital monopolista y del imperialismo, la disolución del movimiento autónomo de los trabajadores en la sociedad burguesa. Si aquellos que se postulan contra el capitalismo enmarcan su praxis en el horizonte de relaciones en que reposan el Estado y la sociedad existentes, su pensamiento y acción no serán más que una reproducción idealizada de las formas, principios y valores que representan a ese sistema. Tal es el caso de los partidos "obreros" del siglo XX. Si protestaban contra el capitalismo y, asimismo, trataban de elaborar y poner de verdad en práctica el proyecto de una sociedad nueva, los viejos partidos socialistas debieron haber encarnado también la negación determinada del actual sistema, debieron haber sido la expresión directa del proletariado, encarnando, de hecho, hic et nunc la destrucción de los valores, ideas y relaciones "humanas" ofrecidas por el orden establecido. En lugar de ello, su protesta terminó siendo definida por/e integrada en el sistema del que debían ser la negación.

Unida al intento de obtener una posición que le permitiera mantener la estructura formal de dirección del movimiento social, la vieja oposición al capitalismo desarrolló la tendencia a asimilarse a los modelos y prácticas reinantes, a reproducir en su interior las relaciones sociales que caracterizan a las estructuras monopolistas que deciden el rumbo y el carácter de la evolución social y política. Las características del movimiento "socialista" se seleccionaron no en una praxis emancipadora, sino en la concurrencia por el dominio tal como es definida por la trama institucional burguesa, en donde la aptitud para producir subordinaciones, para disciplinar y someter a la "masa", plegándola a los intereses de la organización, determinan el éxito. En efecto, en el movimiento socialista los intereses de organización se separaron de los intereses de clase, anteponiéndose a ella para efectos de la acción práctica. Para el proletariado ello significaba perder la facultad de pensar, de organizarse y actuar por sí mismo, lo cual equivalía, en la práctica, a entregar la fuerza del movimiento a los políticos de profesión que actuaban en su nombre dentro del escenario del derecho y de la democracia. Muy pronto en los partidos obreros todo el poder del movimiento fue delegado a una esfera dirigente especial, a la cual le correspondía pensar, decidir y tener una voluntad por el proletariado. Como consecuencia, las masas que los seguían se habituaron a observar maquinalmente la disciplina partidaria, haciéndose incapaces de expresar directamente sus intereses. Desprovisto de su contenido totalizante, el movimiento ya no podía hacer una crítica radical y global del capitalismo y perdió también su proyecto histórico de una nueva sociedad; ya no tenía un nuevo mundo que oponer al mundo burgués: el mundo del trabajo y del proletariado ya no representaba en su negatividad, para la SD, el germen de una nueva totalidad ni constituía el momento fundamental de la sociedad existente, sino tan sólo una parte de la "compleja realidad" que estaba obligada a organizar, la otra parte la constituía el capital, el cual debía primar, entre otras cosas, por razones de interés propio. La SD no era ya la expresión directa de los intereses del proletariado, sino la organización política de sus estratos superiores y de una burocracia inserta en el engranaje de dominio capitalista. No representaba la autodeterminación radical del proletariado, sino la hegemonía o la dominación de una clase o de un grupo que mantenían el control de los instrumentos de poder. No tiene, por tanto, nada de extraño que si el objetivo supremo del movimiento socialista ya no consistía en la comunidad humana, sino en la perpetuación de las estructuras que habían consagrado el poder de la organización sobre y contra el proletariado, cada uno de los elementos que conformaba el movimiento socialista - los partidos, sindicatos y demás organizaciones socio-políticas - había llegado a ser aquí, efectivamente, una réplica más o menos grande de las divisiones y jerarquizaciones típicas del capitalismo. Los objetivos de la organización estaban ligados a su "dirección", la cual, a su vez, arreglaba los métodos y procedimientos de la organización a la medida de sus necesidades, dejando a un lado las del proletariado.

En este sentido, puede decirse que, en la práctica, la denominada oposición al capitalismo ha actuado en el seno del Movimiento Obrero simplemente como una corriente paralela al proceso de centralización del capital mediante el que es efectuada la acumulación. Su función en la formación de un sistema de poder capaz de articular en su estrategia a las organizaciones y manifestaciones de las clases subalternas, revela el inmenso grado de su contribución material e ideológica a la eliminación de cualquier vestigio de influencias sociales alógenas. So pretexto de buscar una presunta eficacia política - la eficacia política del dominio - la oposición acabó siendo determinada por el mismo sistema que decía combatir, entrando de lleno en la dinámica y la lógica que conducen a la ideología y el sistema de Poder únicos. Víctima de la fuerza de inercia del capitalismo, se dejó envolver por los mecanismos políticos que en la sociedad de clases mantienen estrechamente coordinadas las diferentes instancias de la acción social (incluidas las de la política y la sobrestructura) con las necesidades de la reproducción capitalista.

La génesis de las revisiones SDs y estalinistas al marxismo está, pues, en el desarrollo de relaciones políticas internas y de prácticas que gradualmente adaptaron las perspectivas, los intereses y la acción SD y los PCs a la lógica capitalista. Este aspecto de la cuestión apunta a los problemas de índole político-estratégico que surgen de centrar la atención del movimiento de los trabajadores en la mera eficacia política de sus organizaciones al interior de las instituciones creadas específicamente para realizar el intercambio político y mediar entre los intereses de los distintos elementos organizados de la sociedad burguesa. El partido "socialista" fue estructurado, en efecto, para operar dentro de esos mecanismos y llegar a ser un engranaje funcional y exitoso de la sociedad burguesa. De hecho, era el partido de los nuevos grupos y categorías sociales que habían nacido, prosperado y obtenido beneficios gracias al crecimiento del Estado, del aparato administrativo capitalista y de las superganancias del imperialismo, a los cuales se consideraban vitalmente unidos la nueva pequeñaburguesía y la "aristocracia obrera" que le servían de soporte. Si examinamos su papel con base en las ampliaciones y perfeccionamientos experimentados por la democracia hacia fines del siglo XIX y principios del XX (el sufragio universal igual, el ingreso de los partidos de masas en el escenario político, el levantamiento paulatino de las leyes que restringían la acción política de las clases inferiores de la sociedad, etc.), veremos que los partidos obreros históricos ya habían establecido una conexión orgánica, un ligamen interno y funcional, con los roles reproductivos asignados por la sociedad burguesa a las instancias políticas que operan en su seno. Postularon la superestructura - y, especialmente, al Estado - como una formación libre, sin nexos con la base económica e independiente de las clases. Al circunscribir su praxis y perspectiva al estrecho círculo de las superestructuras separadas de la sociedad política, tales partidos, casi sin excepción, en un momento dado de su evolución, fueron presa de la delusión de existir y obrar en el terreno supuestamente autónomo del Estado. En su representación, el Estado constituía un instrumento organizativo independiente desde el cual se podía diseñar y programar la sociedad ideal.

No es en modo alguno casual que el comienzo del éxito electoral de los socialistas haya marcado, a su vez, el comienzo del fin del socialismo como movimiento que desde su fundación se creía destinado a realizar una gran misión emancipatoria. Ya en la etapa final de la pasada centuria y pese a las divergencias aparentemente profundas suscitadas entre los miembros "evolucionistas" y "ortodoxos" de la SD (Bernstein vs. Kautsky), los socialistas de todo el mundo llegaron al unísono a una única conclusión de consecuencias prácticas: la respuesta a los problemas y conflictos de la sociedad, originados, según ellos, en la anarquía de la producción y el monopolio del poder económico y político por un grupo de empresarios privados individualistas que perseguía exclusivamente su beneficio en detrimento de las clases productivas, sólo podía ser proporcionada por el Estado, el cual fue reducido por ellos a un aparato técnico-administrativo responsable no sólo de coordinar y ordenar las diferentes esferas de la acción social, sino de hacer prevalecer el interés y el bienestar común sobre el interés individual; el poder del Estado podía ser la llave para la "solución" de todos los problemas, especialmente si se conseguía reorientar la voluntad política de su dirección, haciendo que ésta pasara de manos de los partidos de la burguesía a los partidos del proletariado. Probablemente allí reside el origen de la arraigada creencia SD en el Estado de derecho (donde todos los hombres existen bajo la cualidad de ciudadanos titulares de derechos y deberes iguales) como una "propiedad de todos" y en su posible transformación en una "democracia pura" al servicio de todos obrando a través del sistema de la democracia parlamentaria y de masas, creado por la burguesía a lo largo de sus luchas contra la aristocracia y por la existencia nacional.

Al considerar las causas de la involución de los partidos SDs y "comunistas" debemos, por tanto, dirigir nuestra atención a una práctica política que, erigida sobre la dicotomía entre política y economía, llevaba indefectiblemente a sobrestimar la capacidad autónoma de las superestructuras políticas. Recordemos cómo, a propósito, a la división burguesa sociedad civil-Estado correspondió en el movimiento obrero la escisión entre el "momento económico" (sindicalismo) y el "momento político" (partido), los cuales fueron considerados prácticamente como dos universos absolutamente separados e independientes entre sí, provocando, ya durante el período no revolucionario anterior a la Guerra Mundial de 1914-1918, la adopción del modelo burgués de organización basado en la división entre política y economía y entre dirigentes y gobernados. Pese a todas sus manifestaciones y su retórica formalmente radicales, el movimiento socialista fue, pues, pergeñado de manera similar al aparato de Estado burgués; sus mecanismos organizativos, en la medida que cristalizaron como una entidad centrada en sí misma e independiente de la clase y del movimiento social real, operaron en el plano de las superestructuras políticas brindadas por la dicotomía burguesa ya advertida. Al tiempo que la especificidad política de su praxis establecía necesariamente una nueva esfera de dominación, propia del grupo que había accedido al control de los medios e instrumentos políticos de poder dentro de la organización, era notorio su absoluto desinterés en forjar la unidad y la autonomía de las masas; por el contrario, para él era una cuestión vital mantenerlas desorganizadas: al despojar al movimiento social de su identidad propia y de sus elementos de fuerza, confería la toma de decisiones y la gestión de los procesos a los managers del partido, poniendo en manos de estos últimos todos los órganos y medios de fuerza creados por el movimiento, en tanto que sumía en la pasividad y la obediencia al colectivo. He aquí por qué se desarrolla casi inexorablemente la tendencia a subsumir, mediante la coerción organizativa, el movimiento de clase del proletariado en las estructuras mediatizadoras de la democracia, quitándole su potencial revolucionario y subversivo. En efecto, gracias a la identificación del plano de acción del Partido en las superestructuras aparentemente "neutras" e independientes del Estado político de la sociedad burguesa, el movimiento social espontáneo fue subordinado al momento específicamente político, dejando a las masas sin capacidad para organizarse por su cuenta y perseguir sus verdaderos intereses. A la larga, en la medida que compartía grados de responsabilidad cada vez mayores en el gobierno social y contemplaba el mundo desde esta perspectiva, surgió también entre la llamada "izquierda" la necesidad de integrar autoritariamente a las clases en el Estado y de pacificar sus relaciones en el seno de la democracia. La introducción de mecanismos de conexión entre el movimiento social y los intereses de las esferas dominantes, encaminados a supeditar el primero a las segundas, constituía, en efecto, daba cumplimiento a una condición general emanada de las exigencias de ejercicio del poder, lo cual ha dado lugar a la sociedad más dúctil y coordinada que conocemos en nuestros días. Dicha tendencia ha estado en el corazón de los diferentes movimientos y metamorfosis de la estructura político-institucional del capitalismo en el transcurso del siglo XX; sus repercusiones son susceptibles de ser verificadas directamente tanto en el círculo de las instituciones que defienden consciente y abiertamente al capitalismo, como en el terreno de los movimientos y organizaciones que declaran oponérsele. He aquí por qué, al mismo tiempo, ésta ha sido una de las principales fuerzas de la conservación social.

Pero median también razones de orden puramente material que ayudan a explicar la regresión estatalista y burguesa de los "socialistas". Hasta ahora, la acelerada acumulación de capital ocurrida en los periodos de prosperidad ha permitido atar el movimiento obrero espontáneo y reivindicativo a la ley del salario, permitiendo que el conflicto de clases, del que brotaron las organizaciones sedicentemente socialistas y comunistas que lo representaban, degenerara en mero conflicto distributivo: mientras, por un lado, el movimiento obrero económico fue circunscrito por los sindicatos en la lucha salarial para acceder a los beneficios del desarrollo de la fuerza productiva capitalista, por el otro, la "rama" política de este movimiento se enfrascó en la disputa por el presupuesto, los cargos de representación y las cuotas burocráticas del Estado en la lucha por conformar una clientela electoral suficientemente grande para reproducir y perpetuar las estructuras de poder desarrolladas por los "socialistas" dentro del capitalismo. En efecto, para el Movimiento Obrero integrado - sindicatos y partidos - el Estado es la única opción de coadministrar a la sociedad y de participar en el capital; ganar poder en el Estado es, por consiguiente, para ellos una cuestión vital. A la sazón, el movimiento obrero se convirtió en un movimiento capitalista de obreros que luchaba por su propia promoción en el seno del sistema burgués y reproducía sus vínculos, instituciones e ideologías.

No obstante su decidida integración en el sistema institucional burgués y su papel de responsabilidad cada vez más patente en los dispositivos de dominio capitalista, no siempre fue posible establecer un nexo transparente entre el discurso SD o estalinista y su praxis efectiva dado el proceso de ideologización sufrido por el marxismo en manos de los guardianes de una ortodoxia usada para encubrir su acción y principios reales. Si en el caso de la SD esto ha ocurrido relativamente pronto - en efecto, la verdadera naturaleza de su política llegó a hacerse evidente ya a partir del 14 de agosto de 1914 cuando votó los presupuestos de guerra a favor del imperialismo y durante las jornadas de 1917 en Rusia y 1918-9 en Alemania - en el caso del estalinismo sólo ocurrió mucho más tarde y venciendo el enorme obstáculo opuesto por los antecedentes revolucionarios del partido del que éste se había desprendido y traicionado. Por desgracia, la gran mayoría de los viejos revolucionarios no se rindió ante las evidencias ni siquiera cuando la dirección estalinista promulgó su política de coexistencia pacífica y, bajo la coacción de su propia expansión económica y político-militar, apareció abiertamente como un polo imperialista. Durante largas y amargas décadas, la Izquierda Comunista, la primera en advertir y denunciar la degeneración de la dictadura proletaria en capitalismo de Estado, marchó solitaria y aislada, sin poder transmitir su mensaje político a una clase embargada y alucinada con la primera impresión de una revolución proletaria triunfante. Por otra parte, en Occidente las masas compartían las esperanzas SDs en un Estado del bienestar capaz de esparcir eternamente la prosperidad, nacido de la creencia de que el sistema carecía de un límite económico objetivo y podía, por tanto, desarrollar infinitamente las fuerzas productivas. Todo el mundo tuvo, en efecto, la convicción de que, con la acumulación incesante del capital, bastaría con instalar un gobierno SD para garantizar la extensión de los beneficios del progreso también a las clases subalternas.

Hablando en general, el papel de la izquierda estatalista y burguesa latinoamericana no se aparta mucho del asumido por el resto de la "izquierda" mundial. De hecho, ha estribado en aportar los mecanismos sociales y políticos que permiten la integración de los intereses y demandas de los trabajadores asalariados en el horizonte institucional capitalista. Cuando ha logrado encuadrarse en los dispositivos destinados a propiciar esta integración - particularmente en los sindicatos, las entidades administrativas barriales, las cooperativas y los cuerpos parlamentarios - la actividad de la izquierda, al prestar una eficaz cooperación en el control y canalización de los conflictos sociales, ha suplido algunas de las necesidades de la construcción del consenso social, operando como un perfecto complemento de las instancias patronales y del Estado. Como premio a su papel en la desorganización de los trabajadores (desarticulando y/o integrando a sus potenciales organizaciones de clase), la izquierda ha recibido la gestión del movimiento obrero y el monopolio ideológico y político de la "oposición constructiva" al establishment. Y lo ha hecho asumiendo el papel de "mala consciencia" del sistema, señalándole sus déficits y contradicciones, así como las reformas y medidas que debe adoptar para limitar los efectos subversivos de sus desajustes y disfunciones. El "partido social" burgués es, pues, un perfecto partido de "orden" que tiene como mira conjurar el "caos social" y la inestabilidad política que traería consigo la unión y la organización revolucionaria de las masas, desviando y/o absorbiendo sus impulsos revolucionarios en el terreno de la democracia burguesa. Su misión en la trama del Poder es hoy perfectamente ubicable en el adecuamiento del dispositivo institucional a las nuevas circunstancias que acompañan la evolución social a través del propiciamiento periódico de las debidas reformas sociales y políticas. De este modo, los partidos SD, el sindicalismo y el estalinismo han sido el partido "obrero" del capitalismo: gracias al periodo de expansión acelerada del capital, estas organizaciones alcanzaron para los estratos superiores del proletariado todo lo que era lograble en el ámbito de la sociedad burguesa. (4)

En este proceso, del mismo modo que los partidos Socialdemócratas primero y, poco después, los partidos comunistas ligados a la Tercera Internacional, las agrupaciones de la llamada izquierda radical del continente terminaron adecuándose al capitalismo y renunciando a sus originales intenciones revolucionarias. Si alguna vez invocaron el ideario "socialista" y "comunista" muy pronto lo abandonaron en nombre de una realpolitik limitada a los problemas y necesidades del capitalismo. Una tras otra, estas organizaciones han seguido un camino en el que, de manera gradual, el programa histórico, los principios y metas del proletariado, son abandonados por el tradeunionismo, el corporativismo y la adaptación democraticista. Al final se ha hecho plenamente evidente que, en su horizonte político, la misión y la naturaleza que el marxismo confiere al partido se transmutan en su contrario: sus esfuerzos, intereses, preocupaciones y medios organizativos, al desenvolverse en ambientes y circunstancias muy distintos a los de la clase de la que emergieron, ya no son orientados a la revolucionarización del proletariado, sino a ganar un espacio en la sociedad burguesa para sacar provecho de su fuerza e influencia social y política entre los trabajadores a fin de obtener una posición respetable en el Estado, gestando un movimiento social que alienta la utopía reaccionaria acerca de la posibilidad de resolver los problemas y contradicciones inherentes a las relaciones de clase dentro de la sociedad de clases.

Su movimiento utiliza las divisiones y conflictos de la sociedad capitalista para reforzar un proyecto que no apunta a la emancipación social, sino a conseguir una redistribución de los papeles de los detentadores del poder sobre y contra la clase obrera; no parte de la lucha de clases directa por constituir un nuevo mundo a partir de las organizaciones del proletariado: su área de acción y su fundamento son los sindicatos, el parlamento y la democracia capitalista. Al igual que en el caso de los partidos socialdemócratas y "comunistas" europeos, su ideología y acción política están íntimamente enlazados a la función socialmente conservadora de las organizaciones burocratizadas destinadas a la mediación entre los diferentes grupos sociales (sindicatos, partidos parlamentarios, etc.). Su visión del mundo representa, en efecto, el proceso de integración de las esferas dirigentes del movimiento obrero en el capitalismo para obtener poder dentro de las formas establecidas de control y dominación social, es decir, el ámbito de los gremios, las corporaciones, los cuerpos colegiados y el Estado burgués. Situada en el terreno de la praxis estatal y democrática de la sociedad burguesa - vale decir, en el ámbito de la representación-delegación de los distintos elementos de la sociedad civil que se identifican con el partido - ha creado una nueva burocracia pequeño burguesa interesada en la conservación del capitalismo - a la cabeza de un movimiento obrero controlado, subordinado a las necesidades burguesas locales de acumulación de capital - que transfiere a las instancias de un andamiaje de poder superimpuesto a la sociedad la solución de sus problemas y contradicciones más lacerantes.

La consciencia y las miras de la izquierda no expresan, por tanto, la cosmovisión revolucionaria unida a la situación específica de las clases subalternas en el capitalismo, sino la función socialmente conservadora de las organizaciones que co-administran la sociedad burguesa o detentan un rol de dominio jerárquico sobre las masas, ya advertidos arriba, y/o sus pretensiones de integración en los dispositivos del Poder burgués. No son, por tanto, sus veleidades "marxistas", sino su interés objetivo en ayudar a la reproducción del dominio - ligado a su posición en las estructuras y superestructuras burguesas actuales - lo que determina el delineamiento de su estrategia y de su táctica. Por decenios, su estrategia política ha estado inspirada en el modelo de capitalismo de Estado ruso (o chino), el cual nacía de su interés en perpetuar las formas estatales del dominio capitalista y ascender al interior de su escala de poder. Sin embargo, ha sabido amoldarse rápidamente al nuevo status quo configurado por la ruptura de los anteriores equilibrios imperialistas. Una vez que la implosión del bloque soviético ha puesto fin a los mismos, ha pasado a ser claramente - cuando menos en Europa - un partido capitalista más entre otros.

Basado en la división entre dirigentes y dirigidos y en la promoción y subordinación de liderazgos verticales, este movimiento reproducía la división burguesa del trabajo, creaba un para-Estado o un aparato de funcionarios políticos y sindicales por encima de las masas y superior a sus intereses. En este contexto, los intereses de clase y los de organización se separan: la organización existe aquí sólo en función del aparato, el cual es, a su vez, controlado por una casta de funcionarios profesionales cuya identidad política con la organización "socialista" es directamente proporcional a la posibilidad de obtener cargos, escalar y, en suma, "hacer carrera" al interior de un engranaje burocrático adecuado a las necesidades de la maquinaria de poder capitalista. Entre sus miembros surge, pues, de modo natural el interés de acomodarse y conservar el capitalismo. He aquí por qué su consecuencia final más desastrosa ha sido la neta separación y contraposición entre los intereses de la organización, supuestamente llamada a emancipar al proletariado mediante la realización del socialismo (y que fomentaba esa vana ilusión para justificarse), y los intereses histórico-racionales de la clase. En efecto, al anteponer, en el cuadro de la sociedad actual, los intereses y el destino de la organización - y, particularmente, de su equipo dirigente - a la clase, el partido político, pese a seguir llamándose "obrero" o "comunista", se sitúa en el terreno del juego político del Estado. Independientemente de que transitoriamente opte por vías y procedimientos intra o extra institucionales, su praxis deja abierta la posibilidad de participar en la gestión de un poder que no es directamente el del proletariado conquistado mediante la lucha revolucionaria por la supresión de la división social del trabajo. No hay, por tanto, motivo alguno para asombrarse de que hayan terminado obrando a título de un rodaje más de los mecanismos político-ideológicos de reproducción burguesa en sus funciones de control social y de fabricación del consenso. En consecuencia, la organización y sus instrumentos, creados originalmente por los trabajadores para resistir y combatir en todos los planos a la explotación capitalista, se vuelven, finalmente, contra ellos, convirtiéndose en un engranaje más de la gran maquinaria de opresión y domino del capitalismo. En algunos casos, el viejo movimiento obrero constituyó lo que alguien justamente llamó "la reacción dentro de la revolución"; mientras que en otros fue abierta y decididamente un engranaje del mecanismo institucional de dominio. Hablando en términos marxistas, este movimiento llegó a ser al proletariado lo que las relaciones de producción eran a las fuerzas productivas: una camisa de fuerza que impide su desarrollo. Aquella cualidad que este movimiento consideraba como su fuerza, la concentración de todo el poder en manos de una burocracia especializada superimpuesta a la clase, debe ser execrada como su principal defecto por el movimiento obrero revolucionario del futuro.

No obstante haber atravesado en algunos países una fase de lucha armada frontal, la izquierda, junto con todos los instrumentos y organizaciones englobados por su estrategia, ha terminado practicando una acción convergente con las demás formaciones políticas del capitalismo, hasta prácticamente disolverse en la hegemonía totalitaria del capital. En efecto, con la connivencia explícita o encubierta de la izquierda, en los últimos años las sociedades y los Estados han evolucionado hacia un tipo de régimen que, por sus analogías con el mundo descrito por Georges Orwell en su novela "1984", nos atreveremos a llamar "orwelliano". Su distintivo más peculiar es la imposición de un sistema uniformizante de acción y expresión social, dotado de un pensamiento único hegemónico desde el cual se interpretan los distintos fenómenos sociales y se excusan las medidas más despiadadas de la burguesía. El dominio absoluto del capital sobre las fuerzas productivas materiales y humanas de la sociedad no se ve alterado, en efecto, por el signo político e ideológico de los agentes ejecutivos que momentáneamente ocupan el Poder ni por las formas que reviste provisionalmente la confrontación al nivel de la política entre las distintas esferas de intereses de la sociedad civil, lo que realmente cuenta para el capital y, de rechazo, para la clase que lo gestiona, es que su ejercicio se efectúe de tal modo que los imperativos de la acumulación y de la subordinación de la clase trabajadora sean garantizadas; de lo contrario, los ejecutivos provisionales del poder político serán removidos y sustituidos por otros más funcionales. Con arreglo a este principio, tiene lugar en el Estado una continua alternación del poder - izquierda-derecha, fascismo-antifascismo, liberalismo-totalitarismo, etc. - cuyas diferentes alternativas formales van sucediéndose una a otra según un movimiento cíclico cuyas coordenadas son trazadas tanto por la rivalidad interimperialista - a la cual está unida la suerte inmediata de la burguesía - cuanto por la eficiencia social y político-ideológica de los métodos administrativos aplicados para perpetuar el control sobre la FT de las masas y reproducir el capital en una escala ampliada. Tal cosa puede tener lugar indiferentemente bajo Fujimori o Alan García, bajo la Unidad Popular o bajo Pinochet, bajo Fidel Casto o Max Canosa. Paralelamente a ello podemos hablar de la implantación de un partido político totalitario que ha seguido al triunfo aplastante de una forma económico-social exclusiva, el capital, a cuya acción, filosofía, programa y principios se asimila igualmente lo que antes era conocido como "derecha" e "izquierda". El carácter de dicho régimen es la más rígida normatización sobre el mundo del trabajo, la extensión del control capitalista y estatal sobre todos los planos de la vida y la manipulación ideológica y política de las organizaciones de las clases subalternas.

Aun cuando se ambienta con los particularismos locales, hoy la farsa de la izquierda es idéntica a la que tiene en Venezuela a Chávez, en Ecuador a Antonio Vargas y en México al subcomandante Marcos como pontifex maximus y a los militantes de base de la izquierda latinoamericana y mundial como asinus portans mysteria. En efecto, junto a otros sectores, esta tendencia ha llamado a los trabajadores de los países centroamericanos y de la región andina y amazónica a reaccionar contra el imperialismo en nombre de la espuria, ajada, obsoleta y prostituida bandera tricolor, bajo los eslóganes de la defensa de la "soberanía nacional" y los altos intereses de los "pueblos". Es decir, en nombre de reivindicaciones propias de una etapa histórica superada hace más de un siglo. Al igual que los viejos partidos obreros de oposición, dicha tendencia, prestando caso omiso a las fronteras de clase, trata de situar el movimiento proletario dentro de los viejos límites de los Estados burgueses o las entidades económicas territorialmente limitadas, y toma como punto de partida histórico las diferencias nacionales de las facciones burguesas que se disputan localmente el poder económico y político, sin percibir que el desarrollo capitalista ha desecho o puesto ya en vías de liquidación esos límites. Sin duda, la izquierda puede hoy exhibir como partido político (con el sandinismo en Nicaragua, con el FMLN en el Salvador, con el PRD y el EZLN en México, con el PS en Chile, con el PT en Brasil, con las FARC en Colombia) numerosos éxitos militares y políticos, pero puede aseverarse tajantemente que no ha realizado siquiera un aporte decisivo al logro de las reivindicaciones burguesas de los obreros, para no hablar de su contribución a la transformación social radical en favor de las masas trabajadoras del continente o, simplemente, al progreso de la consciencia de clase. Pese a la constitución de algunos gobiernos de izquierda y el avance parlamentario arrollador de los partidos "obreros" en Brasil, México, Uruguay, Chile y Argentina, los aberrantes fenómenos que tradicionalmente conoce la formación social Latinoamericana en vez de atenuarse han tendido a intensificarse en las últimas décadas. El mayor logro del que se ufanan los supuestos "revolucionarios" latinoamericanos, la Revolución Cubana, no es más que una sociedad estancada transformada en un inmenso campo de concentración para su población famélica, donde los métodos autocráticos de la dirección se unen a un modelo económico de capitalismo de Estado endosado al capital financiero internacional, primero al ruso y luego al Europeo.

Estas reflexiones y el sombrío panorama del movimiento obrero mundial en las últimas tres décadas han obligado a un sector de la izquierda radical (por desgracia, demasiado minúsculo) a revisar muchas cosas a las que antes concedía un valor axiomático. (5)

Precisamente si nos preguntamos, tras casi un siglo de continua acción, ¿qué resta "al final" del planteamiento de los partidos obreros y de las llamadas vanguardias político-militares? El balance se presenta desolador: al reforzamiento burocrático del aparato del partido y de su campo de maniobra político en el Estado, ha correspondido un retroceso proporcional de la organización, la conciencia y la lucha del proletariado. La razón de ello estriba en que la educación política y el movimiento de masas fueron edificados sobre la base de que las tareas de la transformación social y la realización del programa del mundo del trabajo debían ser deferidas confiadamente a un Estado hegemonizado por la izquierda. O dicho de otro modo: la construcción del socialismo ya no era una cuestión de organización autónoma del proletariado, de lucha de clases para el derrocamiento del poder político y del modo de producción burgueses, sino una cuestión de política de gobierno, delegada a los políticos profesionales que trabajaban al interior del Estado u ostentaban el alto mando de una gran organización político-militar, en cuya estructura residían los gérmenes de un nuevo "Estado de todo el pueblo". Sin embargo, una revolución no es un simple cambio formal de las instituciones mediante la emisión de nuevas leyes y la renovación del personal del gobierno; tampoco es un golpe de Estado, sino una transformación de los hombres y de las cosas, de la vida material y de la conciencia (incluso de la psicología humana) a través del derrocamiento de las relaciones sociales y políticas ejecutado por la organización de la fuerza del proletariado para enfrentar y derrotar la máquina de dominación de la burguesía: el Estado. Bajo ningún gobierno, cualquiera que sea su signo, ni en un golpe de Estado, se transforman los hombres o las cosas, sólo se cambian las figuras del poder e incluso puede darse el ascenso de los dirigentes del movimiento obrero al Estado, caso que es pasible de verificación tanto en el Occidente capitalista bajo los gobiernos SD, cuanto en el ya extinto "Oriente socialista" bajo la burguesía de Estado stalinista. Este se limita a efectuar una redistribución de los papeles de los detentores del Poder; una revolución real se distingue, en cambio, por la creación de hombres y necesidades nuevos mediante la conquista de un nuevo modo de actividad sobre la base de nuevas relaciones e instituciones sociales, lo cual presupone la destrucción radical del viejo orden.

Luego de varias décadas de pujante presencia política, la totalidad del movimiento de oposición a los regímenes oligárquicos del subcontinente - tanto aquel que apelaba al parlamentarismo y la participación en el Estado, como aquel que pretendía congregar en torno suyo la insurrección armada - se ha revelado como una fuerza meramente reformista encargada de reprimir el potencial revolucionario de las masas trabajadoras y de desviar los procesos de rebelión y de subversión social emprendidos por ellas hacia organizaciones y objetivos que los reducían a la inocuidad.

Mundialización del capital e izquierda

Una de las más importantes consecuencias de asumir el punto de vista de la sociedad actual, es el de sufrir el engaño de sus mistificaciones ideológicas, el de quedar prisioneros de las apariencias, las cuales son tomadas por la realidad. El congelamiento de fases completas del desarrollo capitalista, mediante su contraposición metafísica a otras, es una de ellas. Entre las grandes mistificaciones-anacronismos de la izquierda latinoamericana se cuenta su pretensión de preservar formas políticas desprovistas de sustancia económica, formas para las que el avance capitalista ha encontrado ya, cuando menos en los países centrales, sustitutas eficaces. La característica distintiva de estos grupos es que sus miras se han detenido en un status quo ante a la fase imperialista del capitalismo. Por colocarse en el campo de la sociedad capitalista, como un simple partido de oposición ligado a las superestructuras burguesas, han terminado volviéndose, igual que la burguesía, ineptos para aprehender la esencia del desarrollo. Prisioneros de las formas iniciales de la evolución capitalista de las sociedades que, no obstante producir un substrato económico que abate las divisiones nacional-burguesas mantiene la apariencia "nacional" del desarrollo, juzgan que sus distintas entidades "nacionales" ideales post-revolucionarias pueden seguir un curso de desarrollo idéntico al atravesado por las grandes metrópolis. Pero el solo eslogan democrático de la autodeterminación es incapaz de asegurarles una existencia económica autóctona apta para una continua expansión. De hecho, se trata de Estados que no pueden existir fuera de los marcos trazados por el imperialismo y cuya situación política y económica interna es configurada por los equilibrios (¡y desequilibrios!) imperialistas. Con vistas a su constitución en clase, el proletariado debe rechazar absolutamente - junto a las demás mistificaciones de la economía y la praxis política del capitalismo - la óptica nacional y, en cambio, como lo ha aconsejado Lukács, "hacerse orientar en su acción solamente por la real situación del desarrollo económico".

Quisiéramos, sin embargo, traer a colación la tesis de G. Lukács, formulada al comienzo de la segunda década del siglo XX, respecto al hecho de que la superación económica de las divisiones nacional-capitalistas - alcanzada ya en los hechos - no ha cobrado todavía su verdadera forma. Dicha formulación tiene pertinencia todavía para muchos países atrasados en Latinoamérica, Asia y África, pero, obviamente, no la tiene en modo alguno para los USA, la ex-URSS - aunque en su caso lo digamos con algunas reservas - o la Europa comunitaria, que han descubierto en el mega-estado o superestado multinacional el trayecto de la inevitable integración política que complete una articulación ya conseguida en lo fundamental en el terreno económico.

La cuestión del desarrollo de los países de los que hemos hablado en primer lugar, sobre todo si contrastamos la historia de Rusia y China con la de los pequeños países que adoptaron después un sistema análogo - y tenemos en cuenta sus consecuencias teóricas - no se resuelve más que en parte muy ínfima a través de las medidas del capitalismo organizado por el Estado y en parte mucho más considerable recurriendo a la subyugación y explotación de otros pueblos. Se requeriría que su círculo de intervención económica se extendiera allende sus confines, fundándose no sólo en su aptitud de resolver problemas a través de medios político-militares, sino creando condiciones para la reproducción ampliada de capital al interior de un subcircuito imperialista autónomo. La medida de este circuito o subcircuito - así como de su poderío financiero, tecnológico y político-militar - la dan hoy en día entidades multinacionales y constelaciones de Estados como los USA o la CEE. Por tanto, este camino, aún presumiendo la más radical revolución política triunfante, es intransitable para la mayor parte de los pequeños y débiles Estados de Latinoamérica - y del resto del mundo, con la sola excepción quizá de una eventual alianza de China y el Japón - : incluso prescindiendo de una recuperación armada del territorio perdido por las viejas facciones de la contrarrevolución, muy pronto en los "territorios liberados" se reconstituirían los lazos comerciales, financieros, técnicos y estatales del imperialismo, lo cual se registraría ya sea reintegrándose en el anterior conglomerado o incorporándose en uno nuevo.

Territorios que, por su naturaleza económica (cuestión de la localización), están en una relación necesaria con otros, no se dejan separar tan simplemente de las viejas unidades ni agregar a las nuevas... (6)

En consecuencia, la tesis enunciada por Rosa Luxemburg y sostenida por Lukács a comienzos del siglo XX acerca de que los "Estados nacionales" que se han formado luego del ascenso imperialista son incapaces de vida, halla una confirmación cabal:

Mientras la ideología nacional ha acompañado los procesos de unificación burgueses, la liquidación de los restos feudales-absolutistas en el camino del desarrollo capitalista (unidad política y económica de los Estados), ello no sólo era objetivamente favorable al proletariado, sino que lo obligaba a una forma de lucha de clases en la que el objetivo del nuevo ordenamiento nacional debía jugar un papel decisivo. Esta situación se ha transformado radicalmente al sobrevenir la fase imperialista. El capitalismo ha alcanzado un estadio de su desarrollo en el que él - de acuerdo con R. Luxemburg - “ha devenido un fenómeno internacional, un todo no divisible, reconocible sólo en todas sus interrelaciones y a la que ningún Estado particular puede sustraerse”. (7)

En la fase imperialista de la era del capitalismo las formaciones sociales particulares están determinadas, en los diferentes niveles estructurales, por el conjunto del sistema económico internacional de producción-reproducción de capital. Si bien el núcleo estructural de la formación social latinoamericana es la expansión mundial del capital efectuada en distintos periodos por las metrópolis imperialistas, la izquierda ha explicado el desarrollo a partir de un modelo puro o clásico de la evolución económica y política capitalista, según el cual los modos de producción siguen linealmente una serie igual de etapas sucesivas ascendentes. Con arreglo a esta hipótesis, el imperialismo es presentado globalmente como fruto de la intervención o la imposición exterior de una potencia parasitaria que adultera, deforma o frustra el desarrollo nacional del modo de producción capitalista. Según estas formulaciones, el capitalismo latinoamericano tiene un origen autóctono en sus propias fuentes de acumulación de capital y siguiendo cauces evolutivos propios, pero, justo en el momento en que empezaba a tomar cuerpo un desarrollo nacional independiente, ha sufrido una interferencia foránea que lo entorpece. La especificidad que asumen las relaciones de producción y de propiedad no es, por tanto, explicada en vista de la función precisa asignada a la formación social al interior de la economía capitalista mundial, sino como un límite o una traba impuesta al autónomo progreso industrial (en suma, a la acumulación de capital) por la acción de una fuerza exterior.

En efecto, la dinámica de este sistema de producción social ha constituido el mundo moderno como una estructura unificada de producción-reproducción en la que cada situación particular puede ser explicada solamente en el ámbito de la totalidad. El movimiento propio de la economía capitalista se desenvuelve con arreglo a una lógica bipolar, cuyos elementos son al mismo tiempo opuestos y complementarios: la miseria y la opulencia, el desarrollo y el atraso, el poder y la impotencia, la burguesía y el proletariado, la civilización y la barbarie (o mejor: la barbarie de la civilización). El sistema se desarrolla a través de sus contradicciones intrínsecas y se sobrevive a sí mismo: la libre competencia da lugar al monopolio y éste, a su vez a una forma más alta de competencia mundial; la búsqueda incesante de una mayor valorización para vencer la inercia de la tasa de ganancia engendra una rápida migración de capitales y ésta, a su turno, el crecimiento inarmónico y desproporcionado de los sectores económicos y las regiones con la consiguiente sobrecapitalización de unos rubros en contraste con la subcapitalización de otros; la economía consigue una permanente expansión gracias a la acumulación de capital impulsada por la valorización, pero ésta conduce simultáneamente a una mayor composición orgánica que trae consigo una disminución relativa del plusvalor sobre el que descansa la valorización, desembocando finalmente en crisis y parálisis.

Cada una de las "realidades" regionales del capitalismo es una expresión particular de la contradictoriedad que caracteriza las leyes generales rectoras de la acumulación y desempeña una función específica en la reproducción del sistema global. De este modo, la verificación de los llamados fenómenos propios de la sociedad "latinoamericana" no tienen nada que ver con variedades deformadas, "dependientes" o adulteradas del desarrollo, sino con la marcha del capitalismo global, la cual no obedece a un modelo de evolución lineal y continuo en el que se van alcanzado sucesivamente etapas más altas de desarrollo, sino a las necesidades históricas de la acumulación de capital dentro del contexto de la división internacional del trabajo y la competencia mundial de los capitales y los Estados. Gracias al imperialismo, en efecto, un gran número de países nuevos han ingresado en la cadena mundial de producción-reproducción de capital, lo cual ha implicado para ellos, sin duda, un enorme salto y ritmos muy acelerados de desarrrollo - con todos los traumas y monstruosidades que esto suele llevar consigo - pero también limitaciones estructurales a la acumulación de capital en virtud de la supeditación de la industrialización y del crecimiento del conjunto del circuito económico a la división internacional del trabajo impuesta por las necesidades de expansión de las zonas metropolitanas, al igual que a causa de la exacción de un porcentaje notable de la riqueza producida en las zonas periféricas por parte de los centros industrial-financieros, etc. En unos casos bajo un gobierno de derecha y en otros bajo uno de izquierda, la gran tragedia que afrontan las masas latinoamericanas es, pues, la misma que atraviesa el mundo desde hace más de dos siglos gracias a la obra devastadora del capitalismo con su desarrollo desigual y discontinuo y sus ciclos de desvalorización-destrucción-reconstrucción de fuerzas productivas.

Pero la mundialización no es un fenómeno verificable exclusivamente a nivel de las estructuras en que están subsumidas las burguesías de los diferentes países de la periferia capitalista, sino también en la conformación de las superestructuras y, más estrictamente, en el establecimiento de las modalidades revestidas por la dominación. En virtud del rol constitutivo jugado por el imperialismo sobre los equilibrios políticos y las relaciones de fuerzas entre las clases y fracciones de clase que componen finalmente el bloque social en el poder, el influjo de la burguesía ligada a él ha llegado a ser subyugante respecto de los agentes y elementos sociales provenientes de un conjunto de formaciones sociales híbridas sobre las que el modo de producción capitalista, precisamente a través del imperialismo, domina y engloba funcionalmente a modos precapitalistas todavía subsistentes. La relación que celebra la burguesía con estos sectores es del mismo tenor de la que se registra entre la ciudad y el campo o entre el centro y la periferia. Su abrumadora superioridad sobre los demás agentes sociales obedece a las mismas razones por las que la industria predomina sobre la agricultura y el Estado centralizado sobre la fragmentación política feudal.

En una formación social de la periferia capitalista en la que la burguesía - gracias a su entrelazamiento orgánico con el capital financiero mundial - ya ha accedido a la condición de clase dominante, la conexión entre ésta y el imperialismo mundial será tanto más estrecha cuanto mayor sea la tensión y la dificultad de sus relaciones con el proletariado. En la mayoría de los países latinoamericanos la hegemonía de clase y el dominio político se han conseguido mediante una alianza de las fracciones monopolistas del capital comercial e industrial con los sectores terratenientes y otros elementos sociales de reminiscencias pre-capitalistas articulados en una estrategia conjunta de dominio cristalizada en el poder del Estado. Tales elementos permanecen férreamente unidos a la burguesía ante la amenaza común del proletariado y las masas desposeídas, cuyo fermento ha llegado a ser constante. El ejercicio de su dominación adquiere un sesgo especialmente despótico tanto por el hecho de estar sumidos en la impotencia para obrar por sí mismos, lo cual hace que se tornen más serviles ante el imperialismo, como en virtud de los orígenes terratenientes y gangsteriles de algunas de sus componentes fundamentales. (8)

Este punto de vista nos lleva de nuevo al contraste no sólo entre las anteriores afirmaciones y algunos hechos relevantes de la evolución económica - el hecho, por ejemplo, de que al mismo tiempo que traba el desarrollo, el imperialismo lo acelera a un ritmo vertiginoso, abreviando y saltando "etapas", por así decirlo, previstas por el esquema puro, pero obviadas por el proceso real - sino entre la representación formal del desarrollo y el contenido del proceso histórico que ha impreso una lógica articuladora y unificante a la formación social latinoamericana. Desde la colonia española y portuguesa, dicha formación está condicionada esencialmente por la ubicación que le adjudica el circuito de reproducción metropolitano dentro del mercado internacional. Objetivamente ha llegado a formar parte de la estructura del capitalismo internacional sin haber pasado por un desarrollo de la producción capitalista y de los Estados nacionales unitarios paralelo al del centro capitalista. Pero esto no es sino una consecuencia necesaria del hecho, ya señalado tempranamente por Rosa Luxemburg, de que el derrumbe de los ordenamientos sociales y estatales precapitalistas "podía ser alcanzado solamente en la culminación del desarrollo capitalista". (9)

Los partidos de la izquierda latinoamericana

podrían remitirse, aparentemente con razón, a las palabras del Manifiesto Comunista, según las cuales “la forma de lucha del proletariado contra la burguesía es primeramente nacional”. Pero, como en otros puntos, también aquí la forma se ha hecho preponderante respecto del contenido (que nunca es nacionalista en el Manifiesto), y se ha quedado también en una fase de la lucha de clases en la que ese “primeramente” ha perdido la validez formal que había tenido hasta ahora. En los hechos, nación es una expresión ideológica para un preciso estadio del desarrollo capitalista, pero cuando este estadio ha sido superado, la expresión pierde también su significado. (10)

Ciertamente, en su proceso de desarrollo tanto el imperialismo como las pequeñas naciones sometidas a las potencias, han apelado a la ideología de la fase pre-imperialista - el nacionalismo - como factor de legitimación política. No obstante, la preservación de la envoltura nacional en las contiendas del capital mundializado se debe a la incapacidad de la burguesía - y de las distintas facciones burguesas en competencia - de ir más allá de su particular y empírica situación de clase, a su incapacidad de ir más allá de la superficie ideológica. Sólo recientemente el hallazgo de sucedáneos satisfactorios para la forma nacional, ya superada hace más de un siglo en la práctica económica, le da a la burguesía imperialista la posibilidad y la capacidad de negar por completo y de modo irreversible la ideología del nacionalismo. En los recientes bombardeos y agresiones efectuados en Irak y la ex-Yugoslavia, el bando imperialista más fuerte no ha invocado la legitimación nacional - a diferencia de su débil rival que traía a cuento afinidades históricas, tradiciones, argumentos étnicos, etc. - sino que ha acudido directamente a una ideología supranacional, sirviéndose de los valores "generales" y "puramente humanísticos" de la "civilización": la democracia y los "derechos humanos". Únicamente las burguesías subsidiarias de algunos países del llamado Tercer Mundo, los líderes de las mini-potencias y los grupos que representan políticamente a las esferas superiores de las economías que no pueden sobrevivir más que gracias a un sistemático intervencionismo estatal, mantienen viva la forma nacional como cobertura ideológica de sus ambiciones. (Incluso muchos grupos imperial-capitalistas o abiertamente pro-imperialistas en Oriente, en África y América Latina, siguen enmascarándose bajo la cubierta hipócrita de los movimientos de liberación nacional). Si, por decirlo así, en su etapa" arcaica", como lo ha subrayado el mismo Lukács en el artículo citado, "en los hechos, la ruptura de los límites nacionales de la organización económica" se ha producido en el imperialismo "justamente por medio de la exaltación del elemento nacional" (Primera y Segunda Guerra Mundiales), en el periodo actual, dado el grado tan alto de integración económica - en que la interdependencia y la interacción mundial han llegado a ser tan claras incluso en el plano de la mera existencia empírica del individuo de la calle (11) - el capitalismo blande - incluso en las guerras locales como la que se libra en Colombia ¡y no por uno, sino por los dos bandos a la vez - el catecismo universalista del derecho internacional y del humanitarismo. Por otra parte, la falta de una profunda motivación ideológica de los ejércitos que concurren a la guerra, es compensada con un abrumador poderío tecnológico que da por anticipado una certeza casi total de superioridad sobre el adversario y con el estímulo del espíritu mercenario para obtener, matando todo escrúpulo, la adhesión de los soldados a los fines de la guerra. Esto viene en confirmación de que el Estado actual ya no es el agente político de una burguesía nacional enfrentada concurrencial o militarmente a las otras, sino el órgano imperialista de las multinacionales dirigido por un cuerpo burocrático-burgués y militar cuyo destino está entretejido con los más poderosos intereses internacionales del capital.

El hecho histórico fundamental que refuta el planteamiento de la izquierda desde sus mismos fundamentos ha sido señalado por los comunistas radicales desde los albores del siglo pasado: la incapacidad de los "Estados nación" formados en la fase imperialista de tener una vida propia no tiene su razón en la imposibilidad de hallar su unidad territorial, lingüística o étnica, sino en que:

estos pueblos han perdido para siempre el momento histórico de su organización estatal nacional (es decir, en los albores del capitalismo). (12)

En efecto, desde su génesis y a lo largo de su recorrido evolutivo, sus estructuras y superestructuras fueron determinísticamente condicionadas por las metrópolis. En este sentido, las agrupaciones de izquierda han impuesto una visión reaccionaria y puramente ideológica de los actuales procesos sociales e ignorado las nuevas características y condiciones económicas y políticas del capitalismo asumidas a lo largo de los siglos XIX y XX. (13)

Su intento, por ahora exitoso, de relegar la acción del proletariado a los límites de un espectral Estado nacional burgués - límites ya liquidados en los hechos - es el último intento de la pequeña burguesía de constreñir el movimiento del proletariado al punto de vista de la sociedad actual y de sus propias expectativas de vida en el orden capitalista globalizado. En vez de convocar al proletariado a luchar unitariamente como clase en el plano internacional, han limitado el alcance de los actuales movimientos y luchas sociales a un nuevo gobierno democrático de coalición - tal es la fórmula de las FARC, por ejemplo - lo cual lleva aparejado la declinación práctica de las instancias y objetivos históricos de clase en aras de la falaz unidad "anti-imperialista" con sectores comprometidos en la explotación burguesa.

Pese a las tempranas enseñanzas de Marx relativas a que los proletarios no tienen patria, a que para ellos no existen la democracia, la propiedad sobre el producto de su trabajo ni el derecho o la nación ni, por tanto, el ciudadano indistinto provisto de derechos y capacidades iguales, sino sólo la realidad elemental de su sumisión al poder del trabajo, los partidos pequeño burgueses les piden a los proletarios creer en su promesa de encontrar, al final del camino, la patria que la oligarquía y el imperialismo les han negado. De este modo, se impone a una clase entera el deber moral de ignorar las realidades que la mantienen pegada a la tierra para ser burlada por la promesa del cielo reformista en un mundo hecho a la medida de las intenciones de la pequeña burguesía. Hoy, nuevamente, el campo de batalla que se configura es, pues, el del capital contra el proletariado.

El nacionalismo como reverso del capitalismo (el anti-imperialismo como forma retorcida del imperialismo)

Considerando la internacionalidad del capital y la de toda existencia burguesa, el nacionalismo parecería ser tan sólo una fatua veleidad, no pasaría de ser una manifestación sedicente e inocua. No obstante, cuando tiene efectos prácticos, como sucede en América Latina, sus repercusiones son desastrosas. En la medida que las coordenadas de su acción se inscriben en el plano de la rivalidad interimperialista o en la geopolítica del capital, su anti-imperialismo significa alinearse, según los más groseros cálculos y conveniencias de política nacional práctica, con uno u otro bando de la confrontación mundial. Pero esto no tiene nada de asombroso: sin una decidida integración en la perspectiva anti-capitalista, difícilmente puede hablarse, en el caso de los llamados movimientos de liberación nacional, de una línea de conducta verdaderamente anti-imperialista. No se puede, pues, luchar contra el imperialismo sin combatir al mismo tiempo al capitalismo. En este sentido, además del terror blanco extendido a la oposición política, cualquiera que sea su naturaleza, todas las tentativas por actualizar conscientemente la necesidad de que los trabajadores cuenten con su propio partido político (tentativas que históricamente se remontan a los años Veinte y se extienden a lo largo del resto de la centuria) han tropezado siempre con una atmósfera general asfixiante que milita contra la posibilidad de autoexpresión del proletariado. A la debilidad estructural de la clase obrera latinoamericana, propia, además, de la gran mayoría de los países de la periferia capitalista que ostentan una posición muy inferior dentro del circuito internacional de reproducción de capital, se añade la enorme barrera político-ideológica del nacionalismo en cuanto reacción de los sectores burgueses y pequeñoburgueses al opresivo influjo económico, militar y político de la superpotencia estadounidense y del capitalismo metropolitano. Sin importar cuántos elementos de verdad o de mentira encierra esta manera de enfocar el problema, la única conclusión que puede sacarse de ella es que, independientemente de las relaciones de clase y de poder, los movimientos sociales y políticos de las masas deben estar dirigidos a salvaguardar o conquistar la existencia del "país neocolonial" como nación y, por supuesto, la superioridad de la burguesía local frente a las otras clases. El desmentido de esta ideología, cuya incompatibilidad con el movimiento del proletariado fue evidenciada en un plano teórico en primer lugar por la Izquierda Comunista desde los años veinte, ya ha sido hecho por una trágica experiencia histórica. Los más conspicuos ejemplos a este respecto, China, la India y la misma Rusia, están ahí para enseñarnos. No obstante, la ideología recién denunciada ha realizado bien su papel, obnubilando las conciencias y haciéndolas incapaces de ponerse a tono con los verdaderos desafíos y luchas de la época. A tal grado esto es cierto que casi la totalidad del movimiento social y político de "oposición al sistema" ha llegado a ser absorbido por el movimiento antinorteamericano y su ideología. Lo que ha comenzado en los años 20 y 30 del siglo XX como una lucha contra las estructuras opresivas del capitalismo, ha sido desviado hacia un nacionalismo pragmático dispuesto a aliarse, "al interior", con elementos burgueses y, "al exterior", con los bandos imperialistas rivales, apuntando a materializar una estrategia que entra en el continuum histórico del dominio: en efecto, una vez instalada en el poder, la burguesía nacionalista, sin importar su nombre, padece las mismas necesidades y entra en el mismo sistema de relaciones económicas y políticas que determinaba a los grupos recién derrocados.

El movimiento de liberación nacional tiene, pues, una bonita presentación política que hace que su ideología y las corrientes que la sustentan despierten simpatías también en los medios que no tienen nada que esperar de la realización de la "autodeterminación nacional". A pesar de tratarse de un movimiento profundamente reaccionario, cuyas palabras de orden anti-imperialistas y anti-oligárquicas se resumen, en términos prácticos, en el alcance de la acumulación de capital en condiciones más propicias para el surgimiento de su mítico "capitalismo nacional" (14), atrae un número considerable de combatientes proveniente de las clases subalternas. Aunque su movimiento no se oriente hacia la abolición del trabajo asalariado y la destrucción del aparato burocrático-militar del Estado, sino simplemente a la toma del "poder político", la desesperación le presta brazos y soldados casi autómatas. Su capacidad de convocatoria y de movilización guarda una estrecha conexión con el nivel extremo de la conflictualidad social en el capitalismo periférico y las dificultades encaradas por los regímenes políticos tradicionales que operan en su ámbito para generar una sólida base consensual. Naturalmente, para creer que un movimiento que conserva explícitamente un círculo especial de poder soseído en sus propios intereses tiene el propósito y la capacidad de liberar a toda la sociedad, hace falta la fe del carbonero por encima de toda prueba, capaz de declarar con el Papa "credo ut absurdum" y estar aún dispuesta enseguida a comulgar con ruedas de molino: ¡cuántos esfuerzos de imaginación hay que hacer para tragarse tamaña estupidez! ... Pero, por desgracia, los pensamientos y acciones humanas no siempre discurren por cauces racionales, sino más frecuentemente aguijoneados por circunstancias y exigencias más inmediatas.

En realidad, como se ha visto repetidamente a lo largo del último siglo, tras el triunfo de los distintos movimientos nacionales de liberación, se erige una nueva oligarquía privada o colectivista tan íntimamente unida al capital financiero internacional y a la acumulación como la anterior fracción dominante. En suma: las condiciones y consecuencias político-sociales inherentes a su lucha por la ampliación de la democracia capitalista y por un Estado nacional que garantice el control de los recursos y medios de producción estratégicos por parte de la burguesía local - vale decir, la autodeterminación nacional y la conquista de la democracia, de un régimen en el que los derechos y la capacidad política de las distintas esferas de la sociedad burguesa llegan a su expresión máxima - no son en modo alguno inocuas con vistas al logro de las metas proletarias: convierten a la izquierda en una enemiga acérrima de toda política que se declare coherentemente favorable a la independencia de clase y al desarrollo de un proyecto social anticapitalista, con lo cual contribuye a consolidar la dictadura burguesa oculta bajo la máscara de la democracia.

Observando el recorrido de las actuales organizaciones políticas, resulta curioso el hecho de que el movimiento nacionalista revolucionario - en el que se cuenta tanto la vieja izquierda tercerinternacionalista, como la llamada "nueva izquierda" de los años sesenta y setenta - haya sido estigmatizado por las esferas tradicionales del Poder como "marxista" e incluso como "comunista". Sin embargo, esto es perfectamente entendible considerando que, durante mucho tiempo, desde el punto de vista de la ideología "liberal" burguesa profesada por las oligarquías latinoamericanas, el "socialismo" formó una ecuación perfecta con la "nacionalización" o estatalización de los medios de producción. El socialismo fue equiparado al capitalismo de Estado y unido al régimen existente por entonces en la Unión Soviética; asimismo, el movimiento de liberación nacional hizo causa común con la URSS - el único factor contrarrestante de la superpotencia americana en el área del imperialismo - y sus países satélites, alineándose en un frente único al lado de la imperialista URSS contra el superpoder estadounidense, al que el "Che" Guevara llamó "el peor enemigo del género humano...".

En los hechos, la adopción de un lenguaje "marxista" no ha impedido a la izquierda latinoamericana situarse en un punto de vista inferior al del comunismo (como, en general, es la situación en que se encuentra el prisma analítico burgués). La ideología nacionalista sitúa a la "Nación" por encima de las clases y de sus diferencias y preconiza, además, el fortalecimiento de su potencia económica, estatal y militar a fin de alcanzar las metas supremas de la "soberanía popular" y la autodeterminación nacional. Consabido es en qué términos y bajo qué condiciones se alcanza esta potencia en el concierto del capitalismo mundial. En suma, se trata de sublevar al "pueblo" de la nación subyugada frente a la intervención y la manipulación foráneas, dejando las manos libres a un nuevo bloque de poder conformado por la "burguesía nacional" (examinad bien este sofisma) para administrar el Estado e incrementar la riqueza social. En este proceso, el movimiento de liberación nacional apela a las masas, las moviliza desde sus conflictos con las estructuras establecidas y, a menudo, en virtud de las manifiestas desventajas competitivas de las regiones industrialmente subdesarrolladas, aboga por la estatización de los principales sectores económicos a fin de proteger la producción interna y fomentar el desarrollo industrial. Así, su defecto metodológico más conspicuo estriba en reducir el imperialismo a "la política de los Estados imperialistas", con lo cual produce un divorcio arbitrario: primero entre el fenómeno "imperialista" y la estructura, la dinámica y las líneas histórico-evolutivas concretas de la economía mundial (de las que emana) y segundo entre la formación social local y la red económica y política tejida por este sistema. Dado que es indisociable de procesos tales como la conformación del mercado mundial, del desarrollo del capital financiero internacional, de la exportación de capitales y la apropiación rentística de la riqueza producida por las diferentes esferas económicas, el sistema social capitalista, sin importar el régimen político que revista transitoriamente en los distintos Estados nacionales, es intrínsecamente imperialista. Tal es la razón por la cual no se puede pretender avanzar consecuentemente un movimiento antiimperialista sin desarrollar al mismo tiempo el movimiento anticapitalista hasta el fin; de lo contrario, el modo de producción al que está unido el imperialismo, sus leyes, sus dinámicas y fuerzas económicas y sociales continuarán operando en la sociedad. Para interrumpir tales leyes y dinámicas es preciso que el proletariado se organice como clase no como nación. El proletariado y las masas desposeídas - o en trance de proletarizarse - no podrán emanciparse de este poder si se ponen a la cabeza del movimiento nacional y democrático; lo lograrán sólo si desarrollan autónomamente su movimiento de clase a escala internacional por el derrocamiento de la burguesía y la destrucción del Estado. Y aquí, justamente, se hace patente el defecto político fundamental de los movimientos de "liberación nacional": el encadenamiento del proletariado y su proyecto histórico de emancipación al carro de la economía y del Estado nacionales, sacrificando su organización, sus fuerzas y su autonomía a las necesidades de acumulación de capital y de libertad económica o política de un sector de la burguesía contra los otros.

Sin embargo, al final, ha quedado suficientemente claro que el concepto de "autodeterminación nacional" era ya obsoleto a comienzos del siglo XX. Ello no significa, empero, que la mitología de la liberación nacional descanse en el vacío. Toda mitología, en cuanto entraña la racionalización o logicización de los intereses y tendencias de que es portador cada grupo de la estructura social, tiene fundamentos prácticos y materiales en las relaciones de producción y expresa, según se ha visto atrás, intereses muy concretos en la sociedad. Aunque el imperialismo es un "hecho" económico con ramificaciones políticas y sociológicas, su recepción no es idéntica en todos los casos de acuerdo a un punto de vista común al conjunto de los hombres. Cada clase de la sociedad, en cuanto está condicionada por su relación con la totalidad social y los intereses que mantiene en la conservación o transformación del orden establecido, posee una visión distinta de los fenómenos; a su vez, cada una de estas visiones tiene un grado mayor o menor de objetividad científica según que su relación con la totalidad social y el proceso histórico - gracias al cual se están continuamente formando y desintegrando las estructuras sociales - se lo permitan.

Bajo la lente de la burguesía y de la pequeñaburguesía los fenómenos observables no se ven del mismo modo que bajo la óptica del proletariado. Condicionada por su posición en la sociedad, la interpretación pequeñoburguesa del imperialismo tiende a ser estrechamente nacionalista, cargada de sentimientos chovinistas y de xenofobia. Prestando caso omiso a la urdimbre de relaciones económicas y a las leyes del movimiento del capital, sus definiciones adolecen de cierta unilateralidad: conforme a ellas, el imperialismo aparece como la política de las potencias económicas y militares expansionistas del Norte del mundo, cuyos gobiernos, bajo el auspicio de ciertos grupos monopolistas metropolitanos, tras someter a los países débiles y atrasados, se apropian de sus riquezas. Dicha representación pertenece, sin embargo, propiamente al viejo colonialismo mercantilista distinguible por la previa conquista militar de los territorios de ultramar, sobre cuya población se imponía la dominación política y económica de la metrópoli, pero es extraña - aunque excepcionalmente se den casos semejantes - al sistema de interpenetración económica vigente hoy. La versión "nacionalista" del imperialismo - parcialmente correcta en un plano puramente descriptivo - corresponde sólo a una representación empírica de las actuales relaciones económicas internacionales, pero no explica la estructura profunda que nace de tales relaciones. De acuerdo con esta última, el capitalismo no es una simple yuxtaposición de unidades locales cerradas que se limitan a interferir al modo de un deus ex machina - desde el exterior - en sus respectivas evoluciones nacionales, sino una sociedad mundial cuyas partes, en razón de la dependencia colectiva de la burguesía respecto de la exportación de capitales y su papel común en la explotación del proletariado de todos los países, son orgánicamente interdependientes: sus estructuras y superestructuras se forman y modifican en consonancia con las leyes que rigen los procesos de acumulación y distribución mundial de los capitales. En este contexto, el antiimperialismo de los movimientos nacionalistas está en conexión con la posición ocupada por ciertos sectores de la burguesía en el mercado mundial y obedece a la misma naturaleza de la concurrencia capitalista; en este sentido, su rol económico-político confirma el carácter que le hemos atribuido atrás: el de un movimiento articulado funcionalmente a las fuerzas que protagonizan la rivalidad interimperialista.

El generalizado prejuicio que adjudica la situación propia de cada "país atrasado" a la obra deliberada del imperialismo practicado por una nación específica, conduce a identificar a ciertas potencias del mercado mundial como las causantes de los problemas fundamentales de la llamada "sociedad capitalista neocolonial". En realidad, como tal, el sistema capitalista-imperialista no está interesado propiamente en retrasar o en modernizar-industrializar al llamado "tercer mundo". Desde la óptica del capital, el desarrollo no se considera en términos de proporcionar nuevas y mejores fuerzas productivas para garantizar el "avance y enriquecimiento progresivo de la sociedad"; por el contrario, el crecimiento - basado en ahorro más inversión - está supeditado a la posibilidad de adecuar las tasas reales de valorización a los niveles de acumulación con arreglo a los cuales una economía es competitiva a escala mundial. El grado de desarrollo industrial y financiero que adquiere un determinado territorio depende de las condiciones de que gozan localmente los capitales para atraer y valorizar masas crecientes de valor a escala ampliada; tal cosa requiere índices generales de eficacia económica que garanticen una continua expansión - y den seguridad - a la inversión (productividad, rendimiento, infraestructura, estabilidad política, parámetros macroeconómicos, etc.) De este modo, la razón de que determinados países o regiones del mundo marchen hacia atrás o hacia delante en términos de prosperidad y progreso económico, no responde a un efecto de la voluntad de los gobernantes capitalistas occidentales o a la preponderancia de una representación determinada de la evolución económica, sino a la capacidad real de suplir las crecientes necesidades de valorización que derivan de los procesos de acumulación del capital, operantes tanto en las zonas centrales como en la periferia.

Puede aseverarse, por tanto, que cada fase epocal del ciclo de acumulación capitalista determina una relación históricamente específica entre las diferentes partes del sistema capitalista-imperialista, así como la dirección tomada por el desarrollo económico en cada una de las regiones y países. La culpabilización de potencias individuales y no del sistema como tal, apoyada en fuertes prejuicios y sofismas pseudo científicos - detrás de los cuales se esconde a menudo un obtuso criterio pequeñoburgués - lleva consigo tanto la reacción nacionalista muy bien conocida en América Latina - la cual ha conducido desde la época de la sublevación contra el Imperio español a la alineación de los rebeldes con otros sectores del imperialismo - como la creencia de que la adopción de una política de liberación nacional por parte de un Estado puede sacar a su sociedad y su economía de la dinámica imperialista y del dominio del capital financiero.

Si bien la asociación entre "socialismo" y "antiimperialismo" no está totalmente desprovista de fundamento, en la medida que toda política verdaderamente socialista es también necesariamente una política anti-imperialista, los movimientos nacionalistas responden a una lógica y motivos diferentes. Aún si admitimos que en sus representaciones subsisten elementos parcialmente válidos, su lucha, en la medida que se limita a combatir a la superpotencia americana y su complejo militar-industrial, no se extiende hasta la supresión de las relaciones de producción y de poder del capitalismo, en las cuales tiene su génesis el imperialismo moderno; su anti-imperialismo pertenece al miope punto de vista nacional burgués previo a la formación de los Estados nacionales en el siglo XIX. Pero la sola voluntad política de un gobierno "revolucionario" no basta para sustraer la economía de un territorio dado a su excesivo retraso industrial y financiero ni evitar, por otra parte, que la misma sea reconducida a su vieja posición de subalternidad en el circuito metropolitano de reproducción de capital. De ahí que la única opción del movimiento de liberación nacional no es el antiimperialismo como tal, sino la alineación con otras potencias imperialistas que consientan una existencia más apropiada de sus subsidiarios locales. El verdadero dilema que afrontan tales movimientos no es, pues, el de liberación o subyugación nacional, sino el de la ausencia actual de un polo imperialista cuyo poder garantice un punto de equilibrio en la balanza mundial de fuerzas que permita a algunos países salirse de la esfera de dominio de la potencia hoy dominante para integrarse más cómodamente en otro. En este sentido, la izquierda ha optado por el mismo camino seguido por su ídolo Simón Bolívar en el siglo XIX: tras salir de las garras de la absolutista España no ha hecho más que correr a arrojarse en brazos de la liberal Inglaterra, sin alterar en sustancia la sociedad heredada de la Colonia. Así, pues, la lógica del nacionalismo sólo conduce a una nueva política pro-imperialista encubierta con la piel de cordero de la "liberación nacional". ¿Será preciso demostrar hoy que cualquier régimen que surja de un eventual triunfo de la insurgencia seguirá respondiendo al dictado del capitalismo internacional? ¿No basta con recordar los casos de Corea, Argelia, Vietnam, Angola, Cuba, Nicaragua...? Lo que ayer era objetado por ser presuntamente sólo una conjetura pesimista de los críticos marxistas radicales, ha adquirido hoy el valor de una norma objetiva del comportamiento capitalista confirmada una y otra vez por la historia.

Si no se comprende que la lucha contra el imperialismo es inseparable de la expropiación del capital y la socialización de los medios de producción a escala planetaria, es imposible poner en píe y potencializar la capacidad política eversiva y revolucionaria del único sujeto-objeto mundial antagonista susceptible de postularse contra el capital: la entera clase trabajadora. Hoy en día sólo el poder obrero, la dictadura del proletariado, puede garantizar a las masas desposeídas el control de los medios de producción y, con ellos, la libertad y el bienestar que anhelan: sólo el proletariado, por representar al último escalón de la sociedad, se vería obligado, para alcanzar su emancipación, a dislocar sus mecanismos desde el comienzo, procediendo a la expropiación del capitalismo internacional y sus agentes locales: las distintas burguesías nacionales. No hay otro camino que la regulación directa de las asociaciones de productores libres para que desaparezcan el capital, su lógica y su dinámica económicas, poniéndose fin a su diabólica carrera por la valorización, la acumulación, la competencia, la concentración y la centralización de los capitales con sus consecuencias inevitables: los monopolios, la crisis y las guerras.

(1) Grosso modo, tales tareas consisten, a saber: la reforma agraria, la reforma urbana, la ampliación de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos mediante la lucha contra el régimen político oligárquico, la nacionalización del suelo y del subsuelo, la estatización de la banca y del manejo del comercio exterior, la conservación del welfarestate, etc., consideradas tanto como garantías para el ejercicio de la soberanía y la obtención de condiciones más favorables para el desarrollo de relaciones internacionales y comerciales benéficas para las naciones del subcontinente, cuanto como condiciones para la realización de la democracia.

(2) G. Lukács, "La misión moral del partido comunista", artículo incluido en la antología "Revolución Socialista y Anti-parlamentarismo", Cuadernos de Pasado y Presente.

(3) "... Era la tragedia más profunda del movimiento obrero, que ese movimiento, en el aspecto ideológico, no hubiera logrado nunca liberarse completamente del terreno del capitalismo. Los viejos partidos socialdemócratas [¡y estalinistas! - ndr] jamás intentaron seriamente realizar esta separación. Compromisos, caza de votos, demagogia fácil, intrigas, arribismo y burocracia son características de los partidos socialdemócratas, tanto como de los partidos burgueses. La política de coalición con los partidos burgueses no es por ello solamente consecuencia de necesidades políticas objetivas, sino de la estructura interna, de la verdadera esencia de los partidos SD". G. Lukács, op. cit.

(4) El marxismo no ignora lo que la sociedad burguesa 'ha hecho por la clase obrera'. Sin embargo, ni siquiera los voceros más hipócritas de esta sociedad se atreven hoy a negar que el llamado "Estado del bienestar", la educación masiva, el sistema de asistencia social dotado de hospitales y centros de salud, etc. no eran, a fin de cuentas, más que la infraestructura social necesaria para llevar adelante la acumulación de capital, aportando las condiciones tanto para preparar, aumentar la productividad y mantener la fuente de sus beneficios - esto es, a la fuerza de trabajo viva, a la clase obrera (cuya tasa de explotación se ha incrementado al nivel más alto de la historia) - como para garantizar la reproducción general de la sociedad (en términos físicos y sociales).

En cuanto toca a las cuestiones de estrategia política, el análisis del capitalismo organizado confirma, en líneas generales, la posición marxista sobre el Estado capitalista. En efecto, el Estado no se convirtió en un mecanismo de "liberación" y realización del hombre social en la pasada "era del bienestar" - la cual, tras el advenimiento de la mundialización en su versión transnacional, ha sido sustituida hoy por la "era neo-liberal" de la flexibilidad y la competencia zoológica - ya que su coetánea utilización económica estaba destinada a las funciones de la reproducción de las fuerzas productivas humanas y materiales necesarias para continuar la acumulación de capital en una etapa de expansión acelerada, no para materializar el proyecto de una humanidad al fin unificada en una sociedad sin clases, sin dominio ni explotación del hombre por el hombre (como lo argüian en las décadas del 50 y 60 la economía keynesiana y los teóricos del derecho y del Estado garante de la civilización democrática). Por otra parte, como lo demuestra la peculiar experiencia del capitalismo organizado ruso bajo Stalin, no es posible usar el Estado para introducir el socialismo. El uso del Estado como propietario colectivo de los medios de producción y de cambio sólo conduce a una forma extrema de monopolio de los medios de vida y del poder económico, así como a una situación de desigualdad social y política sin antecedentes en la historia, pero no a la emancipación de los trabajadores y a la posesión y disfrute en común del proceso de producción y de sus resultados. En este sentido, nuestra tesis es idéntica a la del Marx de la "Guerra Civil en Francia": la máquina de dominación sobre la clase trabajadora no puede servir de instrumento de su liberación. El Estado moderno, es decir, la maquinaria burocrático-militar, el ejército permanente, la magistratura, la división de poderes, debe ser destruida mediante la revolución, para instaurar en su lugar un semi-estado transicional. En lugar de la dictadura de muy pocas personas - el ejecutivo de la burguesía - o de la dictadura del partido político "revolucionario" - como sucede en el stalinismo, el trotskysmo y en el bordiguismo - el triunfo de la revolución social depende de la participación masiva de la clase obrera. Para que se abra esta posibilidad se requiere, en el terreno político, la presencia de los órganos de la auto-administración obrera (los soviets, consejos) y, en el terreno social y económico, de la disminución drástica y general del horario de trabajo a fin de proceder a una distribución equitativa del tiempo de trabajo - medida que ya hoy es posible gracias al nivel alto de productividad y educación universal conseguido por el capitalismo - así como de otras medidas complementarias (unificación de la escuela y del trabajo, rotatividad del trabajo, privilegiamiento del uso del excedente productivo para propósitos sociales y culturales, transformación de la educación en un proceso permanente y abierto, etc.), de modo de que las condiciones de la división social del trabajo que sirven de base material al capital y al Estado - y más específicamente a las funciones de síntesis y dirección en las esferas de la producción, de la distribución y de la gestión de la sociedad - dejen de ser la competencia exclusiva de una clase especial.

En último análisis, debemos admitir que la sistemática intervención del estado ha contribuido enormemente a extender la vida del capitalismo en el transcurso del último siglo, pero, en resumidas cuentas, el poder de esta intervención tiene sus límites. Aunque este "tipo" de capitalismo comporta características específicas y ha conducido a significativas metamorfosis político-institucionales, sus consecuencias han sido finalmente las mismas de las otras fases de la acumulación. Su producto fundamental, como lo subrayaron Marx y Engels en el Manifiesto y como lo confirma la historia, es, de un lado, la centralización de la riqueza y del poder y, del otro, la depauperación progresiva, la intensificación del dominio y de la barbarie. Lo que está sucediendo hoy con el tránsito a un estado de guerra y destrucción permanente de hombres y fuerzas productivas en el mundo capitalista lo corrobora exactamente. El capitalismo, lo que sea su naturaleza, obra en contra de la mayor parte de la humanidad. Nosotros los revolucionarios no aceptamos esta situación y ofrecemos, en cambio, una salida de un mundo de agonía para la clase obrera. Ahora bien, la cuestión relativa al rumbo final de la historia no está aún definida. Si la clase obrera adopta o no la solución que le propone el comunismo revolucionario es algo que todavía está por verse. Hará falta recorrer mucho camino para saberlo. Lo que es seguro es que el capitalismo no ofrece nada distinto de una continua degradación de la vida de los hombres. Su promesa de poner fin a la historia se ha mostrado falsa en todos los puntos, excepto en uno, aquél en el que evidencia una ominosa capacidad de llegar a un estado en el que clausurará a la sociedad y a la especie misma a través de un acto autodestructivo supremo que amenaza la base de nuestra propia supervivencia biológica: la catástrofe ecológica o nuclear.

(5) Ya lo dijo Balzac hace más de un siglo: "el fracaso es más creador que el éxito". En este proceso, la marcha autocrítica emprendida ha seguido un camino muy sinuoso. Algunos de nuestros contemporáneos se movieron hacia la derecha, otros, la minoría, es decir, aquellos que siempre habían pensado en términos de clase y procuraban poner por encima de todo la defensa de los intereses del proletariado, preservando la perspectiva histórica del comunismo, se movieron más hacia la izquierda y, finalmente, rompieron con todo el movimiento tradicional. Pero aún no se puede decir que han conseguido saldar por completo las cuentas con él, todavía les falta profundizar en las raíces históricas y metodológicas de sus errores. Al reconocerse como producto de la llamada "izquierda" latinoamericana, admiten, al mismo tiempo, que llevan consigo sus defectos. En efecto, esta izquierda formó a sus miembros no como militantes capaces de investigar, de reflexionar y de examinar críticamente las cosas para obrar según un método, sino como meros soldados que, ante todo, debían creer, obedecer y combatir, sirviendo sólo como ejecutores ciegos de una política. Se trata, sin embargo, de una consecuencia comprensible si se admite el hecho de que la izquierda formal no actuaba a la luz de una metodología que la obligara a ajustar sus perspectivas y acciones políticas al análisis científico de la realidad y a trabajar de conformidad con los intereses generales del proletariado; por el contrario, el análisis, la línea de comportamiento político y la perspectiva estratégica fueron subordinados a las necesidades de su equipo dirigente dentro de sus ambiciones nacional-capitalistas, anteponiendo los intereses de un partido o una organización formal a los intereses generales del proletariado. El desastre de esta política no podía tardar en verificarse y ahora está a la vista de todos: la conciliación de clases y la promoción de las peores formas de la dominación capitalista.

(6) Georg Lukács, "Revolución socialista y anti-parlamentarismo", antología de artículos escritos para la revista internacional 'Kommunismus' entre los años 1919-1921. Artículo "Cuestiones organizativas de la III Internacional", Cuadernos de Pasado y Presente, número 47, pág. 26.

(7) Ibid, pág. 25.

(8) La persistencia de rasgos precapitalistas es sobre todo apreciable a nivel de la superestructura política, pero también en la esfera de la estructura se pueden notar remanentes precapitalistas. Verbi gracia, a la supervivencia de ciertas modalidades de prestaciones y servicios personales en el campo se une la organización consuetudinaria de cuerpos armados privados al servicio de los propietarios rurales como base del ejercicio de la coerción extraeconómica destinada a reforzar las relaciones de subordinación en el mundo agrario. Por su parte, en la esfera política el rasgo más conspicuo de la impronta de elementos precapitalistas estriba en la terca subsistencia del sistema de "baronías" y "cacicazgos". Dicho sistema garantiza que el poder político, los recursos del Estado y los electores en las regiones se adscriban a familias o pequeños clanes tradicionales. Con ello tienen lugar las denominadas prácticas clientelistas - definidas por el mecanismo de beneficio-contraprestación - y el nepotismo, tan característicos de la parcelación del poder estatal en manos de sus agentes, los cuales conforman una especie de casta política funcionaria de reminiscencias feudales. Sin embargo, ninguna de estas categorías lleva una existencia autónoma; en general, se trata de elementos socio-políticos articulados orgánicamente al dominio internacional del capital y son incapaces de sobrevivir fuera de su circuito.

(9) "El hecho de que algunos de estos Estados económicamente sean más que retrasados - escribió Lukács refiriéndose al grado de desarrollo de Europa central y del Este en las primeras décadas del siglo XX - cambia muy poco bajo el aspecto de la situación política mundial". Op. cit. Pág. 26.

(10) "Para simplificar, ha escrito Lukács en una nota contigua, se habla aquí solamente del significado económico-político de la nación. Su significado puramente cultural, una cuestión muy compleja, apenas se roza aquí dado que nunca tuvo una gran eficacia en el desarrollo capitalista, presentándose siempre como un pretexto o un eslogan de la verdadera batalla" . Op.cit.

(11) ¡La mundialidad de la actividad social se ha incorporado tanto a nuestra vida y a nuestras costumbres!

(12) Lukács, ibidem, pág. 26

(13) El entrelazamiento de todas las economías nacionales en una sola economía mundial y la organización de bloques económicos y políticos - megaestados - que compiten por el control de los mercados, la renta financiera, las materias primas y la fuerza de trabajo barata.

(14) He aquí las razones de muchas de las coincidencias y de la identificación final de las más notables fuerzas nacionalistas con el famoso dogma staliniano del "socialismo en un solo país", el cual se inscribía en la misma línea de raciocinio.