El oro se extrae con sangre

La insaciable voracidad de la burguesía ha provocado un nuevo desastre en el departamento de Caldas. El jueves 22 de noviembre en la mina de oro a cielo abierto La Amapola (conocida también como “Pescadero”), en Filadelfia (Caldas), a orillas del río Cauca, un alud aplastó a más de cien mineros. El derrumbe dejó de nuevo al descubierto la futilidad de las reglamentaciones jurídicas y de procedimiento técnico para controlar las apuestas del lucro en actividades riesgosas. Una vez más, se patentiza la impotencia del régimen jurídico frente al poder impersonal de los movimientos del capital: en los momentos, no raros, en que éste encara la disyuntiva de acatar las normas o hacer ganancias, sus gestionarios no vacilan en dar su respuesta. Ciertamente las reglamentaciones llevan implícito el rigor de la competitividad, pero la burguesía no está atada de modo absoluto a la técnica. En cuanto confirma la oportunidad de apoderarse de raudales de trabajo gratuito, está dispuesta a transgredir cualquier regla y a soslayar los escrúpulos que profesa en público. Con tal de tener su beneficio, todo será bueno:

[el capital] no deja piedra por mover, emplea la magia blanca y negra, las novenas a la Iglesia y la asistencia a los aquelarres. (1)

También sabe que son pocos los obstáculos con que tropieza para conseguir la adhesión de los proletarios a esta empresa. No necesita asir al trabajador por sus manos, éste, vencido por la miseria, es asido por sus necesidades: segura de obtenerla, la burguesía pide su sangre!

Oficialmente, tras la conclusión de las operaciones de salvamento, se recuperaron 51 cadáveres y aún se discute cuántos son exactamente los mineros desaparecidos. ¿19?, ¿30?, ¿50?, ¿60?, nunca se sabrá exactamente cuántas personas ni quiénes perdieron la vida. La probabilidad de que el número de mineros sepultados sea mayor al que indica el balance oficial es muy fuerte, dado que a diario, aparte de los operarios de planta, solía arribar allí una legión anónima de jornaleros procedente de lugares lejanos y que aún no han sido reportados por sus familiares como trabajadores de la mina. En total, podrían sobrepasar los doscientos entre muertos y desaparecidos. Pese al Ministerio de Minas y Energía, los casos de minería irregular proliferan en el país. Cuando hay un móvil tan poderoso y tanta gente sin alternativas, las autoridades y los controles son como una barrera de papel interpuesta al derrumbe de una montaña; en efecto, lo extraño no es que el desastre haya sucedido, sino que este tipo de fatalidades no se repitan más a menudo. Un funcionario de Minercol dio el viernes 23 un dato revelador: no obstante haber cerrado este año más de 400 explotaciones ilegales, la mayoría de ellas continua funcionando. La suerte de esta mina y sus obreros lo confirma: al igual que en otros casos, se han abierto investigaciones para aclarar las responsabilidades, pero no sería extraño que en pocas semanas las fauces devoradoras de la Mina vuelvan a abrirse de nuevo para engullir su ración diaria de hombres, mujeres y niños.

Una vez más las víctimas - los niños de 10 y 12 años que sin esperanza habían abandonado la escuela, las mujeres que habían perdido el sostén de sus esposos y los ancianos trabajadores que jamás obtuvieron una pensión ni gozaron de la más mínima cobertura social - han sido culpabilizadas y las autoridades eluden su responsabilidad con el subterfugio de la ilegalidad. Cuando la noticia se difundió, muchos vertieron lágrimas por los cuerpos muertos, pero muy pocos lloraron por los cuerpos vivos, sin quizá advertir que todos, tanto los vivos como los muertos, están atrapados en las fauces de la Mina. Es probable que nadie ignorase los riesgos que arrostraba, pero bajo el acicate de la miseria debía hacerlo porque no quedaban alternativas. La burguesía intenta toda suerte de explicaciones artificiosas para excusar su crimen. “La osadía y temeridad de los pobres”, fue la monserga repetida incansablemente durante el fin de semana por el órgano de la oligarquía financiera, El Tiempo. “El incumplimiento de las normas por parte de los propietarios y la actuación negligente y cómplice de las autoridades locales”, fue la declaración preferida por el Ministro de Minas. “La misericordia del cielo que quiso sustraer a las víctimas de una vida de tormento”, sermonearon desde el púlpito los curas. “La patente desatención de las normas técnicas”, aseveraron sentenciosamente los ingenieros al ser consultados sobre el tema. Aunque parece fácil ser razonable, pocos - y, por desgracia, no se cuentan entre ellos los propios mineros - rozan siquiera la raíz del problema: todos estos seres sin esperanza sabían que podían morir así, estaban advertidos, pero no tenían más remedio que asumir el riesgo, pues la otra alternativa era morir de hambre. Cierto, en medio de la tragedia, había mineros que pedían no clausurar la mina porque es su única posibilidad de subsistencia. Todos sabían que el día que la mina acabara cientos perderían sus puestos. Presumimos que los mineros muertos compartían esta “certidumbre” con las demás capas de la sociedad, lo cual no significa otra cosa, en substancia, que las condiciones de trabajo son fijadas por el capital. Dentro de las relaciones de producción capitalistas, la calidad y volumen de la producción dependen del capital y sólo de él. Lo que empuja a los trabajadores a producir, aún a riesgo de morir en el intento, no es su “interés inmediato”, sino la necesidad inmediata de vender su FT, sin poder controlar el uso que se haga de ella, necesidad que procede de su situación de clase. Como éstos no tienen la posibilidad de escoger, es absurdo atribuirles una parte de la responsabilidad de los resultados de las vías tomadas por la acumulación capitalista Es cierto que una fracción de los trabajadores no vendía directamente su FT a los patronos, pero era objeto por vías indirectas - que en seguida explicaremos - de la explotación capitalista. En cuanto proletarios sin medios de vida, su móvil para el trabajo era igualmente la miseria. Bajo el designio de la Mina, sudaba una fracción del ejército de los miserables; esta porción de la clase sufre en Colombia un desempleo del 17 % y un subempleo del 33 % . En la Mina se agolpaban los raquíticos cuerpos de los que recaban menos del salario mínimo y de los que recaban el mínimo, allí se afanaba y sudaba una porción de los dos millones de desplazados, de los tres millones de desempleados, de los seis millones de indigentes, de los diez millones sin cobertura de salud, de los dos millones de niños y jóvenes sin escuelas ni colegios, de los cuatro millones de personas en estado de hambruna y los otros diez millones en estado de desnutrición. Víctimas y sobrevivientes de la tragedia - y todos los proletarios existen aquí bajo esa doble cualidad - forman, en conjunto, el harapiento rebaño del proletariado colombiano, un rebaño que, privado del raciocinio y del más leve destello de conciencia por el cansancio y el hambre, siempre se muestra dispuesto a ir al matadero a cambio de una ilusión de riqueza. He aquí el proletariado al que la sociedad burguesa se rehusa a reconocer. He aquí a los hombres y mujeres que en tiempos recientes habitaban los campos, pero que los procesos de concentración y centralización latifundista de la tierra - destinada al pastoreo de ganado o a fines improductivos - ha expulsado; he aquí a los protagonistas del éxodo provocado por la fuerza económica de la expropiación o la extraeconómica de las masacres; he aquí a las víctimas de la desertización industrial y de la debacle mundial de la producción cafetera. Su huída se ha transformado en desbandada y, como en un film de terror, a esta última ha seguido el fúnebre refugio de la Mina. Para laborar en esta verdadera tumba industrial, localizada en la ribera del segundo río más caudaloso de Colombia, cuyas aguas a menudo anegaban el yacimiento y cuyas humedecidas estructuras amenazaban con desplomarse, había, en efecto, que estar muy desesperado.

En este caso, la sociedad oficial dibuja en su rostro una ironía sangrienta, llevando su cinismo hasta la hipérbole: presa de un sentimiento de infinita piedad, el Gobernador de Caldas señaló la posibilidad de declarar “campo santo” la zona de la tragedia, contra el deseo de los familiares de los mineros inmolados por la avaricia, que se aferraban a una última esperanza de hallarlos vivos. A diferencia de los bomberos y las autoridades de New York que persistieron febrilmente en su empeño de rescate, en Filadelfia muy pronto las autoridades y los “socorristas” anunciaron la suspensión de las labores de salvamento. La razón es fácil de intuir: bajo las ruinas del opulento WTC yacían cientos de millones de dólares en barras de oro macizo propiedad de los financistas y de los especuladores bursátiles, en la mina de Filadelfia sólo se amontonaban los misérrimos huesos y trozos de carne de más de un centenar de despreciables parias, los mismos de los que inútilmente ha intentado deshacerse la burguesía colombiana en las tres décadas anteriores mediante el recurso genocida de la eutanasia social. Si bien los amos de la mina experimentarán los inconvenientes transitorios de las demandas e investigaciones anunciadas, el alud - al igual que todos los desastres en que los potentados usan como excusa a la naturaleza y la imprevisión de los pobres - le ha prestado un gran servicio a la burguesía de la zona: la ha librado de casi dos centenares de desgraciados - entre desaparecidos y muertos - potencialmente peligrosos; ahora los centros oficiales de estadística podrán cantar victoria porque el reporte de trabajadores irregulares y subempleados en el área de Filadelfia ha contribuido a la disminución del registro del total nacional de la semana anterior en una seis milésima. Si en New York nada parece haber detenido a los socorristas - ni siquiera el riesgo de que ulteriores colapsos pusieran en peligro sus vidas - en Colombia han bastado tres días para paralizar toda voluntad de auxilio.

La mina ya había sido cerrada y los primeros datos obtenidos tras la tragedia indican que sus propietarios carecían de licencia para explotarla. En su operación se recurría tanto a máquinas como a medios artesanales, se utilizaba también la dinamita para remover la tierra. La característica distintiva de la FT ocupada en las minas - en ésta y en casi todas las otras - reside en el procedimiento peculiar de su reproducción. Esta última no recae por completo en el área capitalista, sino que emplea formas subsidiarias de tipo precapitalista. Además de vendedores de FT directamente contratados, existe otra categoría de operarios desprovista de nexo legal con la Mina. Sus miembros asumen los roles de pescadores y campesinos durante los fines de semana y los días festivos, laborando como obreros regulares en el transcurso de la semana. Se incorporan al trabajo acompañados del grupo familiar entero: adultos y niños incluidos. En los días normales, el ingreso regular es inferior a los 10 dólares por familia. El método de atracción de un sector de la FT nos recuerda los comienzos del capitalismo y los procedimientos más rufianescos: sin pertenecer a la planta de la empresa propietaria de la mina y contando sólo con el título de forasteros, en cuya categoría se relacionaban con ella, los operarios eran autorizados para que cada día, entre las 06H00 y las 09H00 locales (11H00-14H00 GMT), recogieran tierra de la excavación y se “adueñaran” del oro que encontrasen. Como moscas, quedaban atrapados en la trampa. En efecto, para sufragar sus ineludibles necesidades diarias, los trabajadores “artesanales” se veían obligados a vender el producto a los propios agentes de la empresa fantasma, que luego era comercializado por ella a un precio mayor. La mina adelantaba pagos con descuentos o efectuaba préstamos y créditos usurarios a los operarios, con lo que se reembolsaba por distintos medios una plusvalía normal y otra extraordinaria sobre su trabajo. Sin relaciones ni compromisos contractuales, sin aportes al salario indirecto (seguridad social, pensiones, impuestos, etc.), los propietarios ejercían su imperio zoológico sobre los obreros y, sin inversión alguna, se embolsaban todos los excedentes. Y todo eso sucedía ante los ojos de las autoridades municipales, encargadas de efectuar los controles.

¿Cabe alguna posibilidad de que en la sociedad actual brote un interés real en el bienestar y desarrollo del hombre? O dicho de otro modo: ¿le importa algo la suerte de los hombres al capital? El capital, sediento de plusvalía, no puede esperar. El molino continua moliendo y debe abastecerse con materia cruda. El enfoque pragmático del capital repara exclusivamente en el aspecto útil de las personas y de las cosas para relacionarse con ellas en términos puramente instrumentales. Nadie tiene menos principios que los dioses; y el capital, este supremo Dios secular, menos que los demás. ¿Qué significación tienen, en efecto, los hombres y su desarrollo comparados con un asunto tan crucial como acumular capital mediante la producción de ganancias para la oligarquía monopolista? El capital está unido a la explotación de la FT humana como la circunferencia a su centro. La obligación del trabajador consiste, sobre todo, en cerrar los ojos, desprenderse de su espíritu y atornillarse el cuello para preocuparse tan sólo de la tarea asignada. En el espacio de la jornada de trabajo, su energía se encuentra exclusivamente reservada al capital. La norma le dice al trabajador que, en esos momentos, no se pertenece ni existe en cuanto persona: es tan sólo una rueda del engranaje, sin otros órganos que los oídos para escuchar las órdenes que debe obedecer ni otros miembros que los brazos para ejecutarlas. Los obreros no pueden tener ideas ni opiniones propias acerca de cómo disponer y distribuir su actividad y los resultados de ella, porque ya no serían las manos - ni, en general, los órganos - de un cerebro, dejarían de representar el pensamiento del capital y de transferirlo a su obra. Reducido a la cualidad de instrumento, el trabajador no debe sentir ni pensar nada. No nos debe asombrar que entienda las relaciones sociales que conforman la organización a la que está sometido y los intereses que ella suscita entre los diferentes agentes sociales tanto como, según lo dijo Balzac, “el violín sabe lo que Paganini le hace decir". Para el capital, los trabajadores no son hombres, es decir, seres múltiples, universales, conscientes y complejos, capaces de generar historia, sino las piernas, los brazos y los cerebros que le rinden plusvalía. Forman parte de él, así es que obedecen: le han sacrificado por entero su condición humana en un gesto de patético abandono.

30 Nov. 2001

(1) Palabras del conde de Hérouville en la novela de Balzac "El Hijo Maldito" (Com. Hum., t. XIV).